lunes, 30 de agosto de 2010

El Eternauta

-Vas a un bar, te sentás y mirás. Cuando empieces a “ver”, anotás. Así de fácil.

Y así de fácil caí con mi cuaderno de tapas marrones a “El Eternauta”, antro ubicado en pleno barrio de Floresta, a poner en práctica la lección número uno de mi taller literario. Elegí las nueve de la mañana de un sábado por varias razones, ninguna de las cuales tiene la mayor importancia en este momento.

El café y las medialunas llegaron junto con el Clarín, el cual devolví sin siquiera espiar la tapa. Estaba determinado a mirar. A mirar hasta “ver”.

A las diez de la mañana ya tenía un panorama del asunto, y más que eso, a un tipo de unos cuarenta años, bien vestido, que conversaba de forma relajada con una prostituta. Podría describir con precisión las razones que me llevaron a concluir que la chica era una trabajadora. Podría pero no puedo. La primera anotación fue consecuencia del cambio de dinero. En lugar de ir del hombre a la chica, fue al revés. La reunión duró poquito, y fue la primera de varias, con distintas chicas.

Muy contento anotaba en mi cuaderno la historia del proxeneta y sus chicas. Nunca tuve mucha suerte, pero haber caído ahí, en el momento exacto me daba letra para que la pelotuda del taller literario dejara de llamarme un copiador de clichés. Boluda.

Describía ropas e inventaba diálogos, solo distrayéndome por las inmensas posibilidades que mi cuadernito había tomado de repente. Un cuento? Novela? Guión para informe de noticiero? Qué canal pagaría más por mi historia?

Acaricié mi celular con la idea de sacar un par de fotos, pero me pareció algo arriesgado. Desde un rincón yo no llamaba la atención, pero uno nunca sabe, y creí prudente ser prudente.

Al mediodía el tipo había entrevistado exactamente catorce mujeres y yo había escrito más de diez páginas de magia pura. Que fuera uno de los mejores días de mi vida la describe con precisión. Pero toda esa mediocridad estaba a punto de terminarse.

El tipo saludó con un beso a la que sería la última de las chicas y se puso de pie. Era enorme. Con un andar casual se dirigió hasta mi mesa. Cuando llegó sonreía. No esperó invitación alguna, y se sentó como si fuéramos amigos de toda la vida. Me miró durante dos segundos y abrió casualmente su saco. Por supuesto, tenía un arma.

Siempre sonriendo, y siempre sin decir palabra, extendió su enorme brazo hasta el bolsillo interno de mi saco, donde obviamente estaba mi billetera. Obviamente para él, que no dudó.

En dos segundos había encontrado mi cédula de identidad, la que puso adentro de mi cuaderno (que de alguna forma se agenció), y estaba de pie, previo también devolverme la billetera. Sonriendo, siempre sonriendo.

-El café está pago. Y no vuelvas nunca más.

Nunca volví. Ni al bar, ni a escribir.