lunes, 26 de septiembre de 2011

Ahí Parado

-Me matás, imbécil. Sos tan gracioso que deberías estar haciendo stand-up-me dijo mi mujer, en un rapto de genialidad.

La idea me quedó dando vueltas en la cabeza, y en el cuarto del hotel al que me tuve que ir a dormir esa noche, me puse a bosquejar algunos chistes.

Traté de no ser agresivo ni despectivo, sino simplemente agudo. A veces me siento así, y pensé que podía pegar. Con cuatro páginas de algunas situaciones que había vivido, más algo que saqué de internet sobre cómo escribir material para monólogos, me largué.

Hablé con mi amigo Max (standapero profeta, de los buenos), quien después de una hora entera de disuasión, accedió a hacerme un lugarcito con unos amigos suyos, en algo que los dos sabíamos de entrada que era “off, off, off, cualquier cosa”.

Dos semanas después me paraba adelante de veinte personas, en un sótano de la calle Sarmiento (esquina Pueyrredón), a centímetros de una caldera que ronroneaba como un león rabioso. Era pleno diciembre, y con un sombrerito canchero que me prestó un amigo, enfrenté a la “multitud”.

-Buenas noches, soy Marcos, y espero que quieran reírse.

-Después de este viene Ramiro-fue la respuesta que alcancé a escuchar. Había sido “susurrada” por una gorda de la fila tres, que claramente esperaba que lo mío fuera breve.

La gorda tenía un traje de flores que daría para tres monólogos, y sudaba más que Coca Cola recién sacada del congelador, pero me callé, y seguí con lo mío.

Me moví un paso a la izquierda –lo máximo que permitía el exiguo escenario- y conté la historia de los dos policías que me habían querido coimear, y al no tener yo plata, me habían sacado dos facturas de la docena que llevaba en el asiento del acompañante.

-Che, nene, más respeto a la fuerza-dijo un pelado que estaba sentado al lado de la gorda de flores. Su marido, sin duda.

También lo ignoré, pero esta vez, con considerable esfuerzo.

-¿Cuántos de ustedes de acuerdan de Pipo Pescador?

-Lo que nos faltaba, es puto- dijo el pelado, de nuevo.

Supe que la noche estaba perdida. Les había dado lo mejor, y ahora recibirían lo peor. Cuando entra el veneno, lo sacás o te morís, y yo no me iba a morir en ese sótano mugroso. No había querido ir por el camino fácil –el instintivo en mí- y como premio, recibía las idioteces de una manada de gordos.

La cortina que estaba a mi derecha se movió un poco, y vi asomarse una cara estúpida como la señal de ajuste, y redonda como una pelota de básquet, que era una mezcla de la gorda y el pelado. Ramiro, el hijito cómico. Y fue mucho. Empecé.

-Así como me ven, yo fui gordo. Si, una de esas personas que tienen más chances de encontrar un policía honesto, que de ver sus propias rodillas. Esas que andan por la vida con miedo hasta de su sombra, lo cual es entendible, son sombras inmensas.

Algunas risas.

-Pero cuando me enteré que esperaba un hijo, todo cambió de golpe. Porque, ¿saben una cosa? Los gordos tienen hijos gordos, y lo último que quería era tenerle asco a mi hijo, así que tuve que adelgazar. Otra no quedaba. Y realmente no es tan complicado como parece. Para mí, fue tan sencillo como construir un gordo en mi cabeza, y percibirlo con todos mis sentidos. El de la vista es fácil, los gordos son feos. Rechazo inmediato. El tacto es más desafiante, porque no había tocado gordos antes, pero me imaginé una pila de mondongo. Eso también resolvió el del gusto. Odio el mondongo.

Más risas.

-El olfato es como la vista, y en el caso de los gordos, es inseparable. Cuando vean un gordo, cierren los ojos, y también podrán olerlo. Y el último, el del oído, es tan matemático como una calculadora Casio. Siempre, pero siempre, un gordo hablará con resentimiento, y se percibe desde el tono, hasta cada una de las palabras que dice.

La gorda se removió incómoda en su butaca (casi no entraba), y su marido, el policía, empezó a decir algo, que fue rápidamente tapado por cuatro o cinco risas. El humor seguía mejorando.

-Pero basta, cambiemos de tema. Esto, en definitiva, es para que se rían, y la pasen bien. Aunque ahora que lo pienso, alguien tiene que sufrir para que eso pase. Vendría a ser una especie de sacrificio humano, ¿no? Hagamos una cosa. Usted, señora, la del vestido de flores, con ese volumen, el sacrificio será enorme, y no paramos de reírnos todos por dos años. Así que disculpe, pero la duda me está matando: ¿con qué regó las flores de su vestido, para que tengan ese tamaño?

La carcajada general, la gorda de flores profiriendo un alarido, y el policía saltando al escenario con una agilidad que no le calculé. La cortina del costado abriéndose, y el hijo tarado de la gorda (gordo él también), en un final cabeza a cabeza con el padre. Literal. Sangre por todos lados, luego del choque de cráneos.

Más carcajadas, y los tres gordos reciben algunos de los insultos más hirientes que yo haya escuchado jamás. Algunos tipos fornidos sacando a los gordos del escenario.

La mano que me agarra del hombro, y me lleva hacia un rincón del backstage.

-Pibe, anduviste bien. Preparate algo parecido para la semana que viene.

La adrenalina era catarata, y me pregunté cuánta sangre habría de correr hasta que yo llegara al Complejo La Plaza.

martes, 13 de septiembre de 2011

El Tajo en la Palma

La carta estaba escrita en letras color sangre, y apareció de la nada una mañana. Había sido pasada por abajo de la puerta, y tenía sólo cinco palabras: “No puedo. No me busques.”

No tenía firma, pero la letra de Mercedes era inconfundible.

Por supuesto, la busqué.

Faltaban dos meses para que nos casáramos, y eran pocos los días en que no la veía. El anterior había sido uno.

En su trabajo no estaba, y tampoco volvió en los meses siguientes. El portero de su edificio tenía instrucciones de no dejarme pasar, y las llaves que yo tenía, ya no funcionaban. Las cerraduras habían sido cambiadas.

Su familia, que siempre me odió, estaba tan intrigada como yo por este cambio de comportamiento, pero eso fue lo único que pude sacar después de mil llamados.

Al final, tuve que entender que hay cosas en la vida que no tienen explicación, y empecé a olvidarla.

Una noche, casi cerca de las doce, sentí que tenía que acercarme a la puerta. La abrí, y allí estaba ella. Ni en mis sueños más profundos la recordaba así.

Me sonrió, y creí que moriría en ese instante.

-¿Puedo pasar?-preguntó en un susurro.

Dejé la puerta abierta, y le di la espalda. Mi alegría por verla, por tenerla en la puerta de mi casa, era limitada solo por un sentimiento de furia que tenía en el estómago. Pero era tan chico, que sabía que no duraría nada.

Me di vuelta, y seguía parada en el mismo lugar.

-Necesito que me invites a pasar.

Había una urgencia en su voz que no coincidía con la serenidad de su imagen. Sus ojos–no recordaba que fueran tan oscuros- me dieron toda la certeza que necesitaba.

Caminé hacia la cocina, y agarré el cuchillo más filoso que encontré. Volví a la puerta, y mirándola fijo, me hice un tajo en la palma de la mano. Grande y profundo. No ocurrió nada durante una fracción de segundo, pero después, la sangre empezó a desbordar la piel como un río en una crecida.

Su cara se contorsionó de una forma inhumana, y profirió un grito tan agudo que coaguló la sangre que me salía de la mano. Sus ojos se volvieron blancos, y dos inmensos colmillos asomaron de lo que ya no era una boca, sino una fauce.

Se abalanzó sobre mí, pero una pared invisible nos separaba. El mito era cierto, no podía entrar a mi casa si yo no la invitaba, y eso no había ocurrido.

El espectáculo duró horas o segundos, no lo sé, y finalmente desapareció como había llegado, sin que yo me diera cuenta.

Esto fue hace varios días, y hace varias noches, religiosamente a la misma hora, abro la puerta, y la veo frente a mí. Casi no vivo, esperando ese momento en que aparecerá frente a mi puerta, esperando que la invite a pasar

Y sé que será esta noche, o la siguiente, la que finalmente la deje entrar, y clave una estaca en su corazón, o le entregue el mío para siempre.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

¿Cómo estás?

-¿Cómo estás?-quiere saber ella por teléfono, casi burlándose de mi.

Si me preguntás como estoy, después de haberme arrancado el corazón solo para pisotearlo con tus zapatitos nuevos, es que además de sádica, sos tarada. Muy.

-Bien-le contesto con tono neutro.

-¿Qué hiciste hoy?

A ver, dejame pensar. Me levanté a las once de la mañana, y todavía seguía borracho. Vomité hasta las tres, y después bajé a comprar otra botella de Whisky. Todo eso mientras miraba diez mil fotos tuyas.

-Nada. Vi algo de tele y después leí un poco. Tranqui.

-Me preocupás.

Si, si. ¿Y en qué momento exacto es que te viene esa preocupación? ¿Cuándo te estás revolcando con tu novio nuevo, ese amiguito de la facu que te parecía simpático pero nada más, o cuando prendés un pucho con las páginas y páginas de estupideces que escribí para recuperarte, y no sirvieron para nada?

-Tranqui. Gracias, pero tenías razón. Todo pasa. ¿Y vos?

-Bien. ¿Pensás en mí?

La pregunta me sorprende por lo estúpida. Pensar es algo que involucra el cerebro, y los espasmos que tengo a la noche sacuden todo mi cuerpo. ¿Pensar? Pensar es mover neuronas, y que yo sepa, no provoca llantos descontrolados.

No, no pienso en vos. Nada más te siento todo el día, en todo el cuerpo. Mucho. Mal.

-Si, claro. A veces. Un poco.

-Sonás enojado.

Me enojé cuando salí del cine, y me habían rayado la puerta del auto. Me enojé cuando me robaron el aguinaldo en el subte, a punta de faconcito correntino, o cuando River se fue al descenso. No. No estoy enojado. Lo que tengo es una sensación que nace en una parte tan profunda de las entrañas, que ni siquiera ha habido un doctor que le ponga nombre. Es un odio tan palpable, que podría hacerme millonario vendiéndolo para que fabriquen chalecos antibalas. Es desearte tanto la muerte, que si te murieras, lo lamentaría porque ya no podría seguir deseándotela más. No, lo que tengo no califica de enojo. Y sea lo que sea, nunca vas a tener la satisfacción de saberlo.

-No, para nada. En serio.

Hay un silencio, y me viene a la cabeza la idea de que se está ahogando. No sé por qué, pero la imagino con un ataque de asma (enfermedad que no tiene), y necesitando el inhalador, que se encuentra a diez centímetros de su mano. Ella no llega, y yo estoy ahí parado, disfrutando.

-Te extraño-me dice de repente, entre lágrimas.

Entiendo de inmediato el dolor en mi mandíbula. Después de haber estado tantos días sin hacer siquiera una mueca, mi sonrisa tensa músculos que ya no tenía, y lo noto.

-¿Querés que vaya?

-Si vos querés …

No quiero ni imaginarme la bronca que tendré la próxima vez que agarre un papel y escriba, pero ahora, ahora me estoy tomando un taxi.