martes, 6 de diciembre de 2011

Bukramapatra

La ropa dejó de importarme en cuanto pude comprar toda la que quisiera. Eso pasó cuando tenía más o menos veinticuatro años. No es que me vistiera como un mendigo, sino que simplemente dejé de comprarla, y usaba la que tenía a mano.

Después vino el desapego por los autos, y al final, por todo tipo de cosas en general.

Era una época de vacas gordas, panzas flacas, y espíritus flaquísimos.

Fue un conocido, ni siquiera un amigo, el que me presentó a Ramekesh Bukramapatra, en una noche de drogas pesadas. Ramekesh miró directamente a mi alma, y detectó el vacío. Me leía como si fuera un iPad.

Fue una noche de confesiones, y no me sorprendió cuando al día siguiente me encontraba en su dos ambientes de Boedo, buscando guía espiritual.

Ramekesh no llegaba a los treinta, pero había pasado más de diez años en la India, y conocía las formas de sosegar mi espíritu. Fue el primero en explicarme que los bienes materiales jamás nos saciarán, y que lo mejor que podíamos hacer era ponerlos a nuestro servicio, y no a la inversa.

Mi empresa seguía creciendo, y fue Ramekesh quien me explicó que no debía haber culpa en eso, sino satisfacción.

Algunos meses después, mientras yo ya transitaba el Camino de la Luz con certeza, decidí que el mundo sería un lugar mucho, muchísimo mejor, si más gente pudiera conocer la sabiduría de Bukramapatra. Aforntunadamente, Ramekesh estaba de acuerdo conmigo, y se sumó gustoso al proyecto.

Más meses, y el Instituto Bukramapatra de la Luz tenía cada vez más adeptos. Ramekesh no podía ser más feliz, y aunque yo empezaba a dudar, él me aseguraba que “aún el camino más iluminado tiene zonas oscuras”, y que “el amanecer viene siempre tras la noche”. Y de alguna forma, me hacía sentir mejor.

Era una noche de meditación, pero mis amigos entraron prácticamente a patadas a mi casa, y me llevaron a la despedida de soltero de Ramiro. Hacía tiempo que no los veía (“los lazos con pasado solo nos llevan al pasado”, Ramekesh, dixit), y decidí que una noche no me haría mal.

El champagne corría como si fuera agua, y el dueño de Cocodrilo decidió sentarse con nosotros.

-Chupá, puta. Son dólares lo que te estoy mostrando.

El grito produjo un silencio en el boliche, pero a mí fue como si me hubieran clavado un puñal en el medio del pecho. A dos mesas de distancia, Ramekesh sostenía un fajo de dólares, y ahora susurraba exaltado, sin duda después de haberse percatado de su propio grito.

El dueño de Cocodrilo y yo nos paramos al mismo tiempo, mientras dos o tres patovicas se habían materializado de la nada, y se acercaban también a Ramekesh.

Sin dudar, metí la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón, y saqué mi American Express negra.

-¿Me dejás?-le dije dándole la tarjeta al dueño-Esto va a cubrir cualquier costo.

El tipo me miró extrañado, pero aceptó la tarjeta.

Los colores de Ramekesh mientras me acercaba fueron cambiando. Del rojo furia con que le había gritado a la bailarina, al blanco tiza con que me miraba en ese momento.

-Yo te puedo explicar…

Ya sabía que me podría explicar, eso y cualquier otra cosa que sucediera en el mundo, pero yo no estaba para más lecciones. La primera trompada hizo que le volviera el rojo a la cara, al llenársele la nariz de sangre. Otras dos más, y había caído al suelo, dónde solo le pude propinar dos patadas, antes de que me agarraran.

Los patovicas lo echaron a la calle, mientras el dueño de Cocodrilo me devolvía la tarjeta de crédito con una sonrisa.

-Esto lo paga la casa.

Y así fue cómo terminó mi etapa de profunda introspección espiritual, dando lugar a otra mucho más divertida, que algún día les contaré.