jueves, 19 de enero de 2012

Twit Out

Un día, finalmente, se rompió Twitter. Pero bien rompido.

No fue como las veces anteriores, en que todos sabían que los genios de Sillicon Valley (siempre me imagino una teta cuando pienso en esto) habrían de arreglarlo, no. Pasó la barrera de los segundos y con velocidad asombrosa llegó a minutos. Mientras escribo esto, ya son varias las horas desde la debacle.

Las víctimas se cuentan por millones, y sus gritos retumban en leguas de cables que se niegan a trasladar sus palabras. El éter está más libre que nunca, y el wi fi va en camino a ser un concepto vacío para legiones de red socialistas.

La catástrofe no distingue a líderes de seguidores, pero son aquellos que contaban con tres cifras o más de lectores, quienes se aferran a sus pantallas murmurando con frenesí, como si pudieran ser escuchados.

Pero lo que para unos es desesperación, para otros es alivio, y aquellos que pagan la luz contando noticias, empiezan a percatarse de que sus errores podrían volver a pasar desapercibidos, y ensayan tímidas sonrisas.

Aquel cantante que convirtió a Guatemala en guatepeor, y que a diario es vituperado por legiones de avatares que aborrecen la poesía barata, destapa una botella de un aguardiente aún más barata. Y festeja.

Nunca es más oscura la noche que antes del amanecer, y así veo a mi TweetDeck, completamente negro.

Y de golpe, sin decir agua va, aparece una columna de giles, lo que me consta no porque los conozca, sino porque aparecen diciendo giladas.

La sensación es parecida a la de abrir una botella de Coca en verano, pero después de haberla llevado durante un Dakkar entero. Los tuits se disparan más rápido que el gas, y es así que todo vuelve a estar en orden.

¿En orden?

martes, 6 de diciembre de 2011

Bukramapatra

La ropa dejó de importarme en cuanto pude comprar toda la que quisiera. Eso pasó cuando tenía más o menos veinticuatro años. No es que me vistiera como un mendigo, sino que simplemente dejé de comprarla, y usaba la que tenía a mano.

Después vino el desapego por los autos, y al final, por todo tipo de cosas en general.

Era una época de vacas gordas, panzas flacas, y espíritus flaquísimos.

Fue un conocido, ni siquiera un amigo, el que me presentó a Ramekesh Bukramapatra, en una noche de drogas pesadas. Ramekesh miró directamente a mi alma, y detectó el vacío. Me leía como si fuera un iPad.

Fue una noche de confesiones, y no me sorprendió cuando al día siguiente me encontraba en su dos ambientes de Boedo, buscando guía espiritual.

Ramekesh no llegaba a los treinta, pero había pasado más de diez años en la India, y conocía las formas de sosegar mi espíritu. Fue el primero en explicarme que los bienes materiales jamás nos saciarán, y que lo mejor que podíamos hacer era ponerlos a nuestro servicio, y no a la inversa.

Mi empresa seguía creciendo, y fue Ramekesh quien me explicó que no debía haber culpa en eso, sino satisfacción.

Algunos meses después, mientras yo ya transitaba el Camino de la Luz con certeza, decidí que el mundo sería un lugar mucho, muchísimo mejor, si más gente pudiera conocer la sabiduría de Bukramapatra. Aforntunadamente, Ramekesh estaba de acuerdo conmigo, y se sumó gustoso al proyecto.

Más meses, y el Instituto Bukramapatra de la Luz tenía cada vez más adeptos. Ramekesh no podía ser más feliz, y aunque yo empezaba a dudar, él me aseguraba que “aún el camino más iluminado tiene zonas oscuras”, y que “el amanecer viene siempre tras la noche”. Y de alguna forma, me hacía sentir mejor.

Era una noche de meditación, pero mis amigos entraron prácticamente a patadas a mi casa, y me llevaron a la despedida de soltero de Ramiro. Hacía tiempo que no los veía (“los lazos con pasado solo nos llevan al pasado”, Ramekesh, dixit), y decidí que una noche no me haría mal.

El champagne corría como si fuera agua, y el dueño de Cocodrilo decidió sentarse con nosotros.

-Chupá, puta. Son dólares lo que te estoy mostrando.

El grito produjo un silencio en el boliche, pero a mí fue como si me hubieran clavado un puñal en el medio del pecho. A dos mesas de distancia, Ramekesh sostenía un fajo de dólares, y ahora susurraba exaltado, sin duda después de haberse percatado de su propio grito.

El dueño de Cocodrilo y yo nos paramos al mismo tiempo, mientras dos o tres patovicas se habían materializado de la nada, y se acercaban también a Ramekesh.

Sin dudar, metí la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón, y saqué mi American Express negra.

-¿Me dejás?-le dije dándole la tarjeta al dueño-Esto va a cubrir cualquier costo.

El tipo me miró extrañado, pero aceptó la tarjeta.

Los colores de Ramekesh mientras me acercaba fueron cambiando. Del rojo furia con que le había gritado a la bailarina, al blanco tiza con que me miraba en ese momento.

-Yo te puedo explicar…

Ya sabía que me podría explicar, eso y cualquier otra cosa que sucediera en el mundo, pero yo no estaba para más lecciones. La primera trompada hizo que le volviera el rojo a la cara, al llenársele la nariz de sangre. Otras dos más, y había caído al suelo, dónde solo le pude propinar dos patadas, antes de que me agarraran.

Los patovicas lo echaron a la calle, mientras el dueño de Cocodrilo me devolvía la tarjeta de crédito con una sonrisa.

-Esto lo paga la casa.

Y así fue cómo terminó mi etapa de profunda introspección espiritual, dando lugar a otra mucho más divertida, que algún día les contaré.

martes, 8 de noviembre de 2011

All In

La desesperación te lleva a lugares insólitos. Es como ser tenista, de esos medio pelo, que terminan jugándose el alquiler en lugares en los que no dejarían morir a su perro.

Así estaba yo. Desesperado. Era diciembre, y el colegio de mis hijos estaba impago desde julio. No importaba, salvo porque era diciembre, y a diferencia del resto del año, donde no los pueden echar por falta de pago, en ese momento si pueden impedir que los reinscribas. Y el paño con la directora se me había acabado hacía ya tiempo.

Como siempre, me enfocaba en el menor de los detalles. Sacando los chicos del medio, estaba la hipoteca, y sacando la hipoteca, la pierna que me quebrarían en menos de dos días, si no pagaba la mitad de lo que debía a gente menos compasiva que una directora de colegio.

El tugurio era de barrio, pero esa noche había sido copado por políticos. El intendente festejaba una nueva reelección, y los dólares se acumulaban en la mesa. Muchos de esos dólares eran de un juicio laboral que mi mujer había cobrado esa misma tarde. La indemnización de doce años de trabajo, en una mano de póker.

Mi par de seis era miserable frente a la suerte que venía teniendo el intendente, que sin duda había empezado con la reelección. Mi suerte, por otra parte, no se detendría hasta matarme.

Llega un momento de clarividencia, en el que la luz ilumina la parte oscura de nuestra cabeza, y el camino se muestra como si fuera la pista de aterrizaje de un aeropuerto. Supe que no podría ganar nunca, y menos aún volver a casa. No lo haría.

Mi seguro cubría muertes dudosas, y con como si estuviera pensando a dónde iría de vacaciones ese verano, elegí el cruce donde me sentaría a fumar, esperando que el tren me arrollara.

-¿Jugás?

El tipo sostenía un habano como si fuera el tipo de Brigada A, y deseé con toda mi fuerza que un potente ACV lo poseyera en el acto. Nada.

-All in.

Arrastré todas mis fichas al pozo, y sentí una paz que no sabía existiera. La paz de la muerte.

Las dos jotas del tipo eran una condena segura.

Pero entre las cartas del pozo, hubieron dos seis milagrosos, y el póker me salvó la noche.

Los milagros siguieron, y uno no menor fue que pude salir de ahí vivo, y con una pequeña fortuna, que me permitió no solo pagar colegios e hipoteca, sino seguir usando mis dos piernas unos días más.

Volví dos veces más al tugurio, hasta que con toda amabilidad me pidieron que me alejara para siempre. Nunca había ganado tanto. Tanto, que las vacaciones que hace unos días eran impensadas, ocurrieron en Punta del Este, coincidiendo con el torneo sudamericano de Texas Hold’em. Que gané.

No volví a pisar tugurios. Mi habitat eran los grandes salones de hoteles internacionales, donde jugaba frente a cámaras de televisión. Y ganaba.

Llegó junio, y el campeonato mundial de póker en Las Vegas. La mesa final, dos personas: el intendente y yo.

-¿Jugás?

En mi mente había sido todo tan real, que no dudé ni un segundo.

-All in.

Y ahora, mientras el croupier da vuelta la última carta, no tengo siquiera que mirar para saber que es un seis.

miércoles, 19 de octubre de 2011

RealET Show

El anfiteatro es enorme, pero los gritos de la multitud exaltada retumban con fuerza, convirtiéndolo en una caja pequeña, y ensordecedora.

Las cámaras flotan en el aire, registrando cada centímetro del escenario, y en particular, a la bestia que poco a poco recupera sus sentidos, mientras sale del sopor inducido por las drogas que hasta hace poco le administraban.

El presentador saluda a la multitud con un gesto ampuloso, y de inmediato se dedica a la bestia.

-Bienvenido. Estás acá para demostrar tus habilidades al mundo entero.

La bestia se incorpora hasta dónde los grilletes que maniatan sus extremidades se lo permiten. Hace un gesto de fastidio, pero se mantiene en silencio.

-Nuestras palabras te son extrañas, lo sabemos, pero sabemos también que nos comprendes. Nuestros científicos se han ocupado de eso. ¿De dónde vienes, y cuáles son tus habilidades?

La bestia entiende de repente que la multitud espera algo de él, aunque no tiene forma de saber qué, pero incluye sometimiento y humillación. Y eso no lo hace feliz.

Poco a poco, una extraña energía empieza a recorrer su cuerpo, y con una mezcla de confusión y agradecimiento, mira hacia el sol verde que lo ilumina.

El presentador altera su tono levemente, mientras hace una seña hacia quienes flanquean a la bestia, los que empiezan a acercarse, de forma amenazadora.

-Es la última vez que lo pregunto de forma amable. ¿Qué eres? ¿Qué haces?

La bestia sacude los grilletes que hace segundos los sometían con una facilidad que hasta a él mismo le sorprende. Recuerda alguna leyenda de su propio planeta, a siglos luz de distancia de ese lugar inmundo, e intuye que la única diferencia entre la leyenda y él, es el color del sol que lo ilumina.

-Soy un hombre, y estás a un segundo de adivinar lo que puedo hacer.

viernes, 14 de octubre de 2011

Linaje

Venimos de un importante linaje de profesionales del derecho.

Mi abuelo fue presidente de la Corte Suprema de Justicia, por más de veinte años, y son varias las plazas y avenidas que llevan su nombre, que también es el mío.

Mi padre fundó el estudio jurídico más grande del país, y me lo cedió para que lo convirtiera en uno de los más importantes del continente. Lo hice.

Y así llega el momento que por generaciones se ha repetido en mi familia, la ocasión en la que el primogénito le comunica a sus ancestros (vivos), lo que ha decidido para su futuro.

Mi hijo no parece apreciar la solemnidad del momento, y mi padre está ligeramente aburrido. Lo conozco.

No hay ninguna duda para nadie sobre la forma en que la conversación se llevará adelante, y es la única cosa que me desagrada. Descubro que como mi padre, yo también estoy aburrido.

Los genes corren fuerte por la sangre de mi hijo, y lo hemos sabido desde el día uno. Medalla de oro en el primario y en el secundario, cuatro idiomas fluidos, y atlético por dónde se lo mire. Navegará por la facultad de derecho como si fuera un lago, y tomará mi lugar antes de los treinta. Si el mundo no estalla antes, él será su dueño.

-Hijo –le digo con una solemnidad que me revuelve el estómago- ¿qué es lo que vas a hacer?

No tengo que escuchar las palabras para saber lo que viene, pero debo hacerlo. Miro de reojo a mi padre, quien está a segundos de quedarse dormido.

Tomás –mismo nombre que mi padre, y que yo-, se yergue en la silla de cuero, y con voz firme, dice una sola palabra, que nos sacude.

-Músico.

Una corriente eléctrica recorre las sillas de mi padre y la mía, y nos incorporamos al instante.

-¿Músico?-es lo único que tiendo a balbucear.

El asiente, y con total naturalidad, sostiene las miradas. Los ojos de mi padre son grises, y los míos también, aunque algo más oscuros. La prensa ha dicho que en ocasiones, en ocasiones duras, se ponen negros. Y son cuatro pozos los que taladran el tranquilo semblante de Tomás. El, inmutable.

El pelo un poco más largo que lo que debería estar, y los jeans rotos. La remera negra arrugada, sin ser desprolija, y sus zapatillas también negras. Eso es lo que veo enfrente mío, pero no es en eso en lo que pienso.

Pienso en un futuro que podría ser brillante, en dones que le han sido dados, con un propósito que nunca sabremos, y en la facilidad con que ha tomado una decisión que podría ser catastrófica en su vida.

-¿Estás seguro?

Asiente de nuevo, y se han terminado las palabras. Si algo me queda claro es que no hay duda alguna en su decisión.

-Tengo que hablar con tu abuelo. Nos vemos en casa a la noche. ¿Vas a estar?

Dice que sí, y después de darle un beso a mi padre, se va.

Pasan unos segundos, y el silencio es total. Pero es mi padre el que empieza a romperlo con uno de sus atronadores rugidos.

Poca gente los ha visto, y es que él no es propenso a ese tipo de demostraciones, pero yo las conozco. Empieza con un alarido ronco desde la boca del estómago, y se convierte en grito a la altura de la garganta. Cuando llega a los labios, ya es carcajada.

Se ríe, se ríe con más ganas de las que lo vi reírse nunca, y lo único que no me deja ver bien el panorama completo, son las lágrimas que mis propias carcajadas me provocan.

La escena dura cinco minutos, quizá alguno más. Al final, mi padre logra recomponerse, y entre jadeos, habla.

-Músico… nunca voy a entender cómo jugás tus cartas, para ganar siempre. Estás seguro de que es bueno, ¿no?

-Buenísimo-le respondo, en lo que es uno de los días más felices de mi vida.