martes, 28 de septiembre de 2010

Tablas

Pasan los 30 y son dueñas del mundo, del mundo que conocen. Un mundo de departamentos que miran a la plaza Vicente López, en el corazón de Recoleta, y de casas de fin de semana sobre lagunas. De campos a los que se llega en camionetas japonesas aunque no haga falta, y de largas sesiones de gimnasio que modelan lo que la cirugía no ha podido corregir.

Son tres, y salvo que alguna esté fuera de la ciudad, una vez por semana se reúnen a consumir alcohol y otras sustancias en cantidades industriales, mientras exploran brutales verdades de otras personas y entierran sus propias mentiras. 

Marcela es divorciada y lo disfruta. Su marido, rompiendo el molde tradicional, y violando todo código existente, decidió que amaba más el deporte que a su devota esposa, y la dejó por el profesor de tenis de ambos. Ella, tras su semana de duelo, encontró que estaba mejor sola que con alguien que había dejado de tocarla hacía ya años, y se dedicó a los maridos de las otras señoras que parecían no tener esa limitación. Había aprendido que lo importante para el sexo es la actitud, y que combinandola con un cuerpo trabajado y una carita angelical, era imbatible. 

Fernanda y Lucía elegían un perfil más bajo, debido quizás a que sus matrimonios aún flotaban en el mar de la apatía, pero flotaban, y ellas no concebían su vida a un nivel inferior al del champagne francés. 

Fernanda es madre de dos y también la dueña de casa en esta oportunidad. La providencia, disfrazada de su esposo, ha llevado los niños fuera de la casa esta noche. 

-Siempre lo mismo. Siempre hay una puta más linda que una - dice Lucía mirando a Marcela. 

Marcela se siente incómoda solo durante un segundo. No hay forma de que Lucía sospeche nada, y la frase tiene que deberse al hecho de que ella es más linda que Lucía, y que Fernanda, llegado el caso. Y que muchas más. 

-O un puto - dice Marcela, y todas se ríen en exceso. El alcohol pasa cada vez más desapercibido. Marcela está mareada y piensa que Fernanda y Lucía no están mejor. No tiene problemas en hacer papelones adelante de las otras dos, pero es importante para ella guardar algún tipo de consciencia en todo momento. Una experiencia lésbica ha sido suficiente para ella. No del todo desagradable, pero suficiente, y sabe que para sus compañeras no. 

Lucía se le acerca para "ver sus aros", y le roza distraídamente los labios con los suyos. Marcela trata de pensar en los movimientos que llegaron a eso, pero no lo consigue. El mareo continúa. 

Entre tanto, Fernanda se acerca con una pesada caja, y la pone arriba de la mesa. Adentro hay una tabla Ouija, estúpido jueguito para contactar "espíritus del más allá". Marcela desprecia imbecilidades como esa, y no recuerda haber estado de acuerdo en jugar, pero lo están haciendo; ve a Fernanda decir algunas palabras, pero lo único que escucha es el latido de su corazón, cada vez más fuerte. 

Nadie se ha movido para apagar ninguna luz, Marcela ve todas prendidas, y sin embargo, la penumbra es casi absoluta. Solamente el tablero, las letras y una copa, que se dirige hacia ella una y otra vez. 

Le duele la cabeza y más aún el pecho; le cuesta respirar y todos sus esfuerzos por moverse son inútiles. En su desesperación ve a Lucía llorar y no alcanza a entender por qué. Todavía más la desconcierta la manera en que Fernanda acaricia a Lucía, mientras clava los ojos en los suyos. 

Marcela deja este mundo, este que dominaba a placer y voluntad con más dudas que certezas, y entra en otro completamente oscuro, en el que puede ver todo con absoluta claridad. 

Lucía no era tan estúpida como ella pensaba, y las escaramuzas de Marcela con su marido eran tan evidentes para ella como la luz del día, luz que Marcela sabe no volverá a ver. Pero puede ver más, mucho más. Lucía no le guarda rencor, a pesar de la infidelidad, sino cariño, tal vez hasta amor. Forma rara de demostrarlo matándola, pero no fuera de carácter.

Fernanda, por otra parte, ha odiado a Marcela desde el día cero, y logró convencer a Lucía de que la única forma de salir adelante es matando a Marcela. Algo de algún veneno, en el transcurso de la noche ha logrado ese efecto. Todo el camino le es revelado a Marcela como una película, y lo único que puede hacer es verla desde el techo de la habitación. Testigo muda de una muerte estúpida, de un triángulo tan improbable como oscuro. 

Marcela sabe que el momento crucial de su vida es aquí, ahora, después de la vida. Siente dentro suyo el inmenso poder liberador del perdón, y ve que con solo alejarse, el futuro será mejor que cualquier cosa que haya vivido en esa vida que acaba de dejar. 

Pero mira la tabla Ouija que está desplegada sobre la mesa, y saber que en realidad no tiene elección alguna. Las tres han estado condenadas desde que decidieron jugar el estúpido juego, ese y tantos otros. Con un movimiento casual de alguna parte de su mente, logra que la copa se mueva, y las tres empiezan el camino del infierno.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Hotel Aries

Todas las tardes se sentaba mirando la montaña. El mozo le traía un whisky doble, que una sola vez tocó, y se perdía en el blanco de la nieve.

Marcos había esquiado, pero ya no esquiaba más. No esquiar mientras miraba gente bajar por la ladera norte le daba parte de la angustia que necesitaba para vivir. Una parte muy chica.

De vez en cuando imaginaba historias que la gente habría querido leer, y que a él le hubiera aliviado escribir. Historias en las que la palabra dolor tomaría estado palpable al grado de generar una empatía que le hubiera hecho bien.

Marcos había escrito, pero ya no escribía.

Todos los meses de junio, desde aquel junio, Marcos llegaba al Hotel Aries, Mendoza, Argentina, y repetía la parte invernal de su rutina destructiva. Era claro que no era un activo del hotel, así como era claro que nadie le impediría hacer lo que le viniera en gana. Ahí o en otro lugar.

La historia era simple, y por ello mucho más triste. Clara y Marcos, Love Story actos uno a tres, con el cuarto terminando en tragedia. Marcos escritor moderado éxito invitado al Hotel Aries a presentar un libro, durante el mes de junio de algún año. Discusión y un hacé lo que quieras de Clara, que embarazada se queda en Buenos Aires y muere en algún episodio de inseguridad de esos que, por falta de espectacularidad, no llegan a la página ocho de ningún diario. Mientras Marcos, en ese preciso momento, y haciendo lo que quería, bajaba la ladera norte de aquella montaña; detalle esencial en la vida y en la culpa de Marcos.

Como debe ser, la muerte de Clara coincide con el éxito desaforado de la última novela de Marcos, con paquete que incluye ediciones en doce idiomas y opción a película de Hollywood. Marcos tiene un agente y el agente tiene un poder, y esa es la única razón por la cual la vida artística despega de la personal. Marcos nunca vuelve a hablar de ese libro, o de algún otro. Y el agente, despegándose del prototipo explotador, se dedica a cobrar su porcentaje y a pagar todas las cuentas de Marcos y a girarle el resto. Marcos nunca cobra un centavo.

Marcos no es querido en el Hotel Aries. Hubo algún pianista, en algún año, que llegó a entenderlo al grado de acompañarlo sin decirle palabra. Marcos lo toleró hasta el día en que el pianista entonó la primera estrofa de Groovy kind of love, de Phil Collins. Antes que pudiera empezar a cantar la segunda, el vaso de whisky de Marcos se estrelló contra el piano. Esa era la canción preferida de Clara, cosa que el pianista nunca llegó a saber.

Había llegado a tener cierta fama, merced a su novela ya famosa, y sobre todo a su conducta mezcla de Sallinger y Dillinger. De esa fama disfrutaba en muy pocas ocasiones, cuando alguien se le acercaba. Marcos observaba muy despacio a quien le había dirigido la palabra, y si lo juzgaba lo suficientemente fuerte como para hacerle daño, lo insultaba. A Marcos le gustaba ser golpeado, y lo conseguía en algunas oportunidades, antes de que los empleados del Hotel Aries lo protegieran.

No es sorpresa para nadie decir que el único deseo de Marcos era morir, y que lo único que lo mantenía con vida era su voluntad de no darse esa satisfacción.

Hasta esa tarde.

El ruido habitual del hotel tenía un matiz distinto, un ruido a problema, a tragedia. El no se metía en la vida de nadie, y lo específico del asunto no podía importarle menos. Pero el clima se olía.

Marcos miraba la montaña, como todos los inviernos de su vida, y la vio. La distancia era imposible y la figura clara como su nombre: Clara. Y lo llamaba.

Nadie vio a Marcos salir del hotel, y nadie lo vio tomar la moto de nieve.

Trazó mentalmente un camino hacia Clara, que seguía con la dificultad que la falta de dominio del vehículo, la creciente oscuridad y su ansiedad le daban. Pero avanzaba. La ansiedad ganó a la precaución, y en los instantes previos al golpe llevaba la moto a su velocidad casi máxima.

No llegó a desmayarse ni tampoco le sorprendió no encontrar a Clara cuando pudo elevar la mirada. En los raros tiempos de lucidez que tenía reconocía que seguramente estuviera loco, y por ello sabía que Clara no podía estar allí. Acostado en la nieve, mientras la hipotermia iba ganando su cuerpo, se dispuso a morir.

Había oído hablar de la resignación frente a la muerte, y de esa extraña paz que se acerca a quienes no tienen ya esperanza. El no sentía nada de eso. Nunca había tenido tanta angustia.

-Por favor, ayudame.

La voz si lo sorprendió, y pudo ver a una niña de no más de diez años, tirada en la nieve. Lloraba, y por alguna razón él recordó que nunca lo había hecho. Nunca después de la muerte de Clara.

Marcos abrazó a la niña, mientras repasaba su situación. La moto de nieve estaba destrozada, y él mismo sentía la hipotermia como algo sólido. No podría salvarse él aunque quisiera, y mucho menos a la niña. Y supo que a la niña, o a su falta, se debía el estado de exaltación del hotel entero.

Cuando todo se va, queda el oficio, y él lo sabía. Ramón Potente, el personaje de sus libros no se hubiera dejado morir en la nieve, y menos aún hubiera dejado a la niña. Eso y matarla era lo mismo. No, Potente hubiera analizado rápidamente la situación, y la hubiera resuelto de la forma más improbable y gráfica que hubiera a mano.


-Shhh, chiquita, ahora vengo.


-Por favor, no me dejés.


Caminó hasta la moto de nieve que se encontraba destrozada metros atrás, y agradeció que el tanque de nafta no se hubiera roto. Ramón Potente sabía que la única chance era que más personas fueran en su rescate. Destapó el tanque, hizo un sendero de combustible sobre la nieve, hacia el tanque, y prendió su encendedor.


El reguero de fuego llegó hasta el tanque antes que él tuviera tiempo de protegerse.


La niña se llamaba Clara, y su recuperación había sido tan milagrosa como su rescate. Dos días de hospital la dejaron como nueva, y junto a sus padres hizo le hizo la visita de rigor. Marcos había tenido una contusión, de la cual también se estaba recuperando. Toda la experiencia había sido una mera dilación a sus próximas tardes en el Hotel Aries.


La familia le agradeció, le prometieron visitas que serían hechas cuando él volviera a Buenos Aires, y se fueron. O casi.


La niña entró a su habitación un segundo después.


-Ella me dijo que te diga algo.


Marcos no necesitó preguntar para que la niña siguiera.


-Me dijo que está bien, pero triste. Que no puede leerte. Y que para hacerlo necesita que escribas … y que vivas. Era muy linda.


Una semana después, la única figura ladera abajo, en la montaña, era la de Marcos. Esquiaba como si el tiempo no existiera y como si las leyes de la física hubieran sido escritas para otros mortales.


La tormenta no lo sorprendió, pues era la razón por la cual era el único esquiador. Las pistas estaban cerradas por peligro de avalancha, pero hacía tiempo que las reglas habían dejado de importarle. Algunos billetes le habían abierto una silla, y nada más importaba.


La avalancha se desató sin previo aviso, cientos de metros arriba suyo. La vió y sonrió.


Sabía que este era el principio de una nueva vida, y sabía que hacer al pie de la letra: esquiar como el diablo para encontrarse con Dios y con Clara cuando fuera su tiempo, pero ni un segundo antes.


Y vivir para escribirla.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Oído absoluto

Tengo el don de reconocer un acento a la segunda frase, como máximo. Un mero “como estás” me basta para saber si el fulano nació en San Juan, estudió en Formosa, o se casó con una Panameña. Es un don interesante que a nadie le importa.

Allá por marzo escuché My Way, cantada por Elvis y mientras lo hacía me venían a la mente perfectos maridajes como Fernet con Cola (Branca y Coca), Simon & Garfunkel y fresco y batata. El mundo es mejor con esos matrimonios, gays o no.

Terminada la canción, Elvis dice las nueve palabras que cambiarían mi vida: “Thank you very much. Thank you, ladies and gentleman”. No tuve que reproducirlas nuevamente (aunque lo hice) para darme cuenta de que quien las pronunciaba no era un nativo de Tupelo, Misisipi, criado en Memphis, sino un porteño de la zona de retiro. Certeza total.

La vida me había enseñado que las comprobaciones no siempre son fáciles o populares. Había un director de la empresa para la cual trabajaba, por ejemplo, que había desarrollado cierta antipatía por mí. El tipo se decía salteño de pura cepa y ya la tercera palabra lo traicionaba como chaqueño del impenetrable. Como podía yo ignorar tal mentira?

Pero en lugar de deprimirme por estar sin trabajo (el director no era alguien misericordioso), tenía un nuevo proyecto, y uno ambicioso: comprobar la argentinidad de Elvis.

Desintegré los ahorros con los que tenía previsto sobrevivir un año, y lo que me quedaba de la indemnización en un pasaje a Estados Unidos. Mis conocimientos del idioma inglés son rudimentarios, pero logré después de mucha insistencia y la ayuda de un pastor protestante de Tupelo, conseguir la partida de nacimiento de Elvis. El lugar de nacimiento era falso, como ya he dicho, así que nada me permitía concluir que la fecha de su muerte, 16 de agosto de 1977, fuera verdadera. Me di cuenta de que quizás fuera yo el único capaz de demostrar que no había muerto.

Mi insistencia en entrevistar a su “viuda”, la bellísima Priscilla me llevaron finalmente a ser deportado, lo cual además de traumático fue beneficioso, pues dónde sino aquí en Argentina podría yo encontrar la verdad del asunto.

La providencia provee. Es una de las máximas de mi vida, y tan real como la moneda brasileña. Lo pude comprobar mientras conversaba con el comprador vía MercadoLibre de mi horno de microondas, un tal Javier Fraga. El tipo era un empleado de migraciones, y después de reírse un rato de mi historia se comprometió a darme una mano.

En Septiembre de 1977 un tal Elvis Pérez había ingresado a Argentina proveniente de Asunción, Paraguay, información a la que llegué después de revisar innumerables registros, cortesía de Javier Fraga.

El prontuario policial de Elvis Pérez tiene una sola entrada, la que refleja una golpiza que Elvis le habría proporcionado a un cantante guatemalteco de apellido Arjona en la línea B del subterráneo, allá por 1987. Si había mantenido alguna duda, la lectura del prontuario la desterró por completo. Elvis golpearía a Arjona “any day of the week” (mi viaje no había sido en vano; ya había logrado someter a la lengua inglesa)

Por desgracia, en el domicilio de Elvis Pérez funcionaba en la actualidad un supermercado chino, y nadie parecía recordarlo. ¿O sería que tenía que pasar unos días en china para poder entenderlos?

Olvidé decir hasta ahora que además de mi oído absoluto para acentos, poseo un gran don de gentes, y un conocimiento profundo de la informática en general. No me resultó difícil entonces conseguir un trabajo de telemarketer solucionando problemas de un programita de computación que sin duda los tenía. Mi área de influencia era la costa este norteamericana, el idioma no era ya una barrera, y además nos proveían de un manual comprensivo diseñado para evacuar cualquier duda que pudiera presentarse. Duré dos meses, pero el valor intrínseco de la experiencia fue permitirme el pago del alquiler de idéntico plazo.

Tuve que prescindir del celular y de la línea fija en aras de priorizar la comida, decisión que interrumpió mis averiguaciones vía telefónica sobre los diversos Pérez obrantes en guía. Eran muchos. Pensándolo bien, haber sido desafectado como telemarketer me dolió por el dinero, pero más por la imposibilidad de seguir llamando a los Pérez.

Otra pérdida fue la de la medicina prepaga, pero mi internación en el Hospital Fernández para ser operado de urgencia de apendicitis finalmente resolvió mi vida.

La enfermera que ignoraba mis gritos de dolor lo hacía con la ayuda de un MP3 que reproducía música a altísimo volumen en sus auriculares, permitiendo que todos los pacientes de la sala compartiéramos sus asquerosas cumbias. Hasta este domingo, 3 de enero de 2010., en que la canción “Noche de amantes” de Sandro, se coló entre el tachín tachín habitual de la profesional de la salud. El click fue inmediato: Elvis Pérez ... Sandro.

Ahora son las 6 y estoy esperando que la pequeña infección causada por alguno de los millones de virus que dan vueltas por este agujero inmundo se cure, y pueda salir a demostrar al mundo lo que solo yo se. Me duermo sabiendo que hay luz al final del túnel.

-Hola macho, impresionante lo tuyo- me dice Elvis/Sandro al día siguiente, mientras me sirve un Johnnie Walker, etiqueta azul, sin hielo. Y su acento es tan porteño como el mío, lo reconocería hasta en el cielo.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Te Sigo. Capítulo 1. Te Sigo

Ignacio y el sótano de su casa eran parecidos en más de un sentido. Al interior se llegaba a través de un camino difícil: una escalera angosta y peligrosa, y luego una puerta con cerraduras de alta complejidad. Había sido un lugar alegre en un pasado no tan lejano, pero toda señal de felicidad se había apagado de golpe, y bastaba encender la luz para empezar a observar los signos de su ausencia.

Ignacio esperó escuchar el sonido de la cerradura electrónica al trabarse antes de iluminar la habitación. Cualquiera que observara el despliegue de tecnología justificaría de inmediato todas las medidas de seguridad. Monitores de cristal líquido, computadoras portátiles de última generación, celulares inteligentes, servidores de capacidad industrial y otros dispositivos aún más costosos se repartían con prolijidad y orden en las diversas mesas de acero inoxidable que poblaban la habitación.

Sin embargo, los candados no protegían máquinas, sino secretos en forma de fotografías que iban apareciendo a medida que las luces incrementaban su incandescencia. Las fotos del horror: mujeres de corta edad, ninguna mayor de veinte ni menor de trece. Cada foto reflejaba un rostro o una parte del cuerpo de una de ellas. Cada foto mostraba violencia. Cortes, moretones, posiciones humillantes, lágrimas y hasta gritos silenciosos. Cadáveres.

Todas las fotos, menos una. Ignacio la contempló y asintió con la cabeza, en un movimiento breve, económico. Era alguien decidido.
Diversas pantallas se iban encendiendo mientras él tomaba su libreta de anotaciones y avanzaba hasta una hoja cuyo encabezado rezaba: “@SoyTrini”. El símbolo por delante de las palabras significaba la relación con la red social Twitter, su coto de caza personal, o como fuera que la actividad que él hacía se denominara.

—18, soltera. Vicente López. Facultad de Derecho, Starbucks, tren.

Ignacio repetía estas palabras con lentitud, como si cada una de ellas tuviera un contenido mucho más abundante del que a simple vista se observaba. Para él, y quizá para alguien más, lo tenía. No se llaman redes sociales porque contengan, sino porque atrapan, recordó, como todos los días. Trini lo aprendería esa noche.

Había tomado esas anotaciones a lo largo de semanas de espiar y dialogar con @SoyTrini vía Twitter, la red social que día a día sumaba adeptos en forma exponencial. En miles de mensajes la víctima había dejado diez o doce elementos que le servirían a quien estuviera atento para ubicarla. Y él quería hacerlo.

La foto de @SoyTrini en Twitter era difusa, pero él había solucionado esa deficiencia con una visita a su página de Facebook. @SoyTrini era una niña / mujer que llamaría la atención en cualquier lado.

Era miércoles, y como todos los miércoles de ese cuatrimestre, @SoyTrini terminaría de cursar una materia en la Facultad de Derecho, tomaría un colectivo hasta Retiro y de ahí el tren hasta Olivos. También como todos los miércoles, él la seguiría en el trayecto desde la estación hasta su casa. Ese día, sin embargo, estaba seguro de que sería el último. Le vinieron a la mente las palabras “miércoles de súper acción”, y hubiera sonreído, de poder recordar cómo se hacía.

Sus hijos estaban ya dormidos. Lo sabía, pues había acomodado la almohada del mayor después de haberle leído un cuento a la pequeña. Había paz. Se despidió de su esposa con un beso y partió hacia el juego de póquer de los miércoles con sus amigos de la universidad. No veía a sus amigos de la universidad desde hacía meses y nunca había aprendido a jugar al póquer, pero su esposa le creía.

Media hora más tarde, enfundado en su sobretodo oscuro, era invisible en la calle sin iluminar. Trini pasó por delante de él sin verlo, concentrada en evitar los charcos que la lluvia de la tarde había dejado y perdida en la música que salía de su iPhone. Él sabía que tenía uno, lo había leído en Twitter.

La siguió durante dos cuadras a distancia prudencial y sin hacer un ruido. Sus zapatos con suela de goma se encargaron de eso.

—¿Trini?

Ella se sobresaltó, pues nada había denunciado aquella presencia, y retrocedió apoyando su espalda contra las rejas de una casa. 

—¿Quién sos?

—Soy yo, Kampeón. ¿Cómo estás?

—Bien... me asustaste. ¿Qué hacés acá́?

El miedo en la voz de Trini era evidente. Ignacio no pudo evitar sentir una pequeña satisfacción: no se había equivocado. Sin embargo, esa satisfacción era muy chica comparada con la rabia que crecía a cada minuto dentro de él. No era un experto en estas cuestiones, no aún, pero sabía que después de la bronca vendría la tristeza. Profunda. Y así como sabía eso, sabía que ni nada ni nadie en el mundo podría impedir lo que estaba a punto de ocurrir.

—Vine a verte.

—Pero yo no te di mi dirección, ni nada.

—Vení, subí al auto —dijo Kampeón, señalando un coche gris. Trini trató de alejarse, pero antes de que pudiera darse cuenta una mano de hierro la sostenía del brazo.

—Dejame, ¡hijo de puta!

—Vení, turrita, subite que te va a gustar.

Ignacio dio un paso hacia adelante, y la luz del farol lo iluminó por completo.

—Dejala.

@Kampeon69 retrocedió como si hubiera visto un fantasma, pero después de eso se quedó completamente quieto. Paralizado.

—Vos no sos el único que sigue gente en Twitter — dijo Ignacio con voz serena.

Apuntó la pistola a la cabeza de @Kampeon69 y sin mirar a Trini le ordenó:

—Pendeja, basta de boludear en Twitter. Andate a tu casa.

Trini corrió, e Ignacio vio de reojo que le costaba abrir la reja de entrada. Después de unos segundos, lo logró.

Ignacio nunca había matado y tampoco lo haría esta vez, por más que le costara y aunque @Kampeon69 mereciera morir. Pero sí le aplicaría un escarmiento, uno grande.

—Subite al auto.

@Kampeon69 lo miró sin entender, y él lo golpeó con la culata en la sien.

—Te dije que te subas.

Con la frente sangrando, Kampeón abrió la puerta, y de ahí en más todos los movimientos fueron en cámara lenta. Kampeón se agachó y tomó algo de abajo del asiento. Ignacio lo observaba con impotencia. Sabía lo que ocurriría, pese a no haberlo vivido nunca.

—No lo hagas.

Pero Kampeón no escuchaba, y cuando giró tenía un arma en la mano. Ignacio no dudó, no podía hacerlo. El disparo fue un eco en la noche, y Kampeón estaba muerto.

Volvió a su casa y fue directamente a su sótano. Descargó el arma y la guardó en la caja fuerte. Lo último que vio antes de ir a dormir, entre las fotos de todas las niñas lastimadas, fue la de su propia hija, Carito. La rozó con la punta de sus dedos, y su voz fue un susurro.

—Chiquita, si hubiera podido cuidarte a vos también.

Querida Mariana (Premio Oblogo Banco Hipotecario 2010)


Publicado en Oblogo 47 y en Oblogo 49, al recibir el Premio Oblogo Banco Hipotecario 2010.


Querida Mariana,

Cuando te fuiste la música se fue de mi vida. Te llevaste mi Ipod lleno de cosas que no te gustaban, y me dejaste tus discos de Arjona y aquel CD player que no deja pasar del tema 5 de ninguno.

La casa está tan vacía que a veces extraño hasta a tu gato. Sus marcas están en todos mis muebles y hay olores que jamás desaparecerán. Tanto lo extraño que me asomo a mi ventana y veo la mancha que dejó en el pavimento. El sonido de su grito final en mi cabeza es lo único que mitiga los gritos de Arjona, temas 1 a 4. Miss Kitty Katt, tu sacrificio no fue en vano, y si los gatos tuvieran 7 vidas, te tiraría 6 veces más.

Me cuesta no llamarte pero veo el teléfono y no pienso en otra cosa. Ayuda que todas las memorias del aparato estén ocupadas por los números de la psicótica de tu madre, el borracho de tu viejo, tus primas, y aquel compañerito de laburo que hasta el día de mi muerte sospecharé te garchó más de una vez. Y nunca aprendí a reprogramar el maldito aparato.

Llega el cartero y abro cada sobre ansioso, esperando tener noticias tuyas. No me defraudás. Los resúmenes de la tarjeta con las cuotas 4, 5, 6 y subsiguientes de 52, de aquella tele que compraste el último día me hacen recordarte con pasión. Sé que marqué tu vida de forma indeleble cuando te motivé a ver novelas en 42 pulgadas, estén donde estén vos y el LCD.

Caminar por la vida sin tenerte a mi lado es difícil, pero lo realmente imposible es andar en auto. ¿Era necesario que lo prendieras fuego? ¿Era inevitable que se incendiaran dos autos más, y que la noche en que desvalijaste mi casa, yo estuviera demorado en la comisaría?

Mi vida como la conocía se terminó cuando te fuiste, y es una lástima que no hayas pensado en todos los momentos que pasamos juntos antes de irte de forma tan explosiva.

Cuando hay amor, todo puede charlarse. Todo se explica y todo puede perdonarse. Si me hubieras dado la chance, si me hubieras escuchado, si hubieras confiado en mí, habrías podido encontrar la verdad en el fondo de tu corazón, y creerme. Recuerdo habértelo dicho, o por lo menos pienso que lo hice antes de perder el conocimiento por el sartenazo (siempre admiré tu fuerza de brazos), si, creo que lo dije, y si no aquí lo escribo: fue tu hermana la que me buscó a mí y si bien estábamos desnudos, nada había pasado.

Volvé.

Te quiere

Nico

PD. Me pareció ver al novio de tu hermana esperándome a la salida del laburo. No estoy seguro porque alcancé a esconderme atrás de una columna, pero vos no le habrás dicho nada, ¿no?

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