martes, 6 de diciembre de 2011

Bukramapatra

La ropa dejó de importarme en cuanto pude comprar toda la que quisiera. Eso pasó cuando tenía más o menos veinticuatro años. No es que me vistiera como un mendigo, sino que simplemente dejé de comprarla, y usaba la que tenía a mano.

Después vino el desapego por los autos, y al final, por todo tipo de cosas en general.

Era una época de vacas gordas, panzas flacas, y espíritus flaquísimos.

Fue un conocido, ni siquiera un amigo, el que me presentó a Ramekesh Bukramapatra, en una noche de drogas pesadas. Ramekesh miró directamente a mi alma, y detectó el vacío. Me leía como si fuera un iPad.

Fue una noche de confesiones, y no me sorprendió cuando al día siguiente me encontraba en su dos ambientes de Boedo, buscando guía espiritual.

Ramekesh no llegaba a los treinta, pero había pasado más de diez años en la India, y conocía las formas de sosegar mi espíritu. Fue el primero en explicarme que los bienes materiales jamás nos saciarán, y que lo mejor que podíamos hacer era ponerlos a nuestro servicio, y no a la inversa.

Mi empresa seguía creciendo, y fue Ramekesh quien me explicó que no debía haber culpa en eso, sino satisfacción.

Algunos meses después, mientras yo ya transitaba el Camino de la Luz con certeza, decidí que el mundo sería un lugar mucho, muchísimo mejor, si más gente pudiera conocer la sabiduría de Bukramapatra. Aforntunadamente, Ramekesh estaba de acuerdo conmigo, y se sumó gustoso al proyecto.

Más meses, y el Instituto Bukramapatra de la Luz tenía cada vez más adeptos. Ramekesh no podía ser más feliz, y aunque yo empezaba a dudar, él me aseguraba que “aún el camino más iluminado tiene zonas oscuras”, y que “el amanecer viene siempre tras la noche”. Y de alguna forma, me hacía sentir mejor.

Era una noche de meditación, pero mis amigos entraron prácticamente a patadas a mi casa, y me llevaron a la despedida de soltero de Ramiro. Hacía tiempo que no los veía (“los lazos con pasado solo nos llevan al pasado”, Ramekesh, dixit), y decidí que una noche no me haría mal.

El champagne corría como si fuera agua, y el dueño de Cocodrilo decidió sentarse con nosotros.

-Chupá, puta. Son dólares lo que te estoy mostrando.

El grito produjo un silencio en el boliche, pero a mí fue como si me hubieran clavado un puñal en el medio del pecho. A dos mesas de distancia, Ramekesh sostenía un fajo de dólares, y ahora susurraba exaltado, sin duda después de haberse percatado de su propio grito.

El dueño de Cocodrilo y yo nos paramos al mismo tiempo, mientras dos o tres patovicas se habían materializado de la nada, y se acercaban también a Ramekesh.

Sin dudar, metí la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón, y saqué mi American Express negra.

-¿Me dejás?-le dije dándole la tarjeta al dueño-Esto va a cubrir cualquier costo.

El tipo me miró extrañado, pero aceptó la tarjeta.

Los colores de Ramekesh mientras me acercaba fueron cambiando. Del rojo furia con que le había gritado a la bailarina, al blanco tiza con que me miraba en ese momento.

-Yo te puedo explicar…

Ya sabía que me podría explicar, eso y cualquier otra cosa que sucediera en el mundo, pero yo no estaba para más lecciones. La primera trompada hizo que le volviera el rojo a la cara, al llenársele la nariz de sangre. Otras dos más, y había caído al suelo, dónde solo le pude propinar dos patadas, antes de que me agarraran.

Los patovicas lo echaron a la calle, mientras el dueño de Cocodrilo me devolvía la tarjeta de crédito con una sonrisa.

-Esto lo paga la casa.

Y así fue cómo terminó mi etapa de profunda introspección espiritual, dando lugar a otra mucho más divertida, que algún día les contaré.

martes, 8 de noviembre de 2011

All In

La desesperación te lleva a lugares insólitos. Es como ser tenista, de esos medio pelo, que terminan jugándose el alquiler en lugares en los que no dejarían morir a su perro.

Así estaba yo. Desesperado. Era diciembre, y el colegio de mis hijos estaba impago desde julio. No importaba, salvo porque era diciembre, y a diferencia del resto del año, donde no los pueden echar por falta de pago, en ese momento si pueden impedir que los reinscribas. Y el paño con la directora se me había acabado hacía ya tiempo.

Como siempre, me enfocaba en el menor de los detalles. Sacando los chicos del medio, estaba la hipoteca, y sacando la hipoteca, la pierna que me quebrarían en menos de dos días, si no pagaba la mitad de lo que debía a gente menos compasiva que una directora de colegio.

El tugurio era de barrio, pero esa noche había sido copado por políticos. El intendente festejaba una nueva reelección, y los dólares se acumulaban en la mesa. Muchos de esos dólares eran de un juicio laboral que mi mujer había cobrado esa misma tarde. La indemnización de doce años de trabajo, en una mano de póker.

Mi par de seis era miserable frente a la suerte que venía teniendo el intendente, que sin duda había empezado con la reelección. Mi suerte, por otra parte, no se detendría hasta matarme.

Llega un momento de clarividencia, en el que la luz ilumina la parte oscura de nuestra cabeza, y el camino se muestra como si fuera la pista de aterrizaje de un aeropuerto. Supe que no podría ganar nunca, y menos aún volver a casa. No lo haría.

Mi seguro cubría muertes dudosas, y con como si estuviera pensando a dónde iría de vacaciones ese verano, elegí el cruce donde me sentaría a fumar, esperando que el tren me arrollara.

-¿Jugás?

El tipo sostenía un habano como si fuera el tipo de Brigada A, y deseé con toda mi fuerza que un potente ACV lo poseyera en el acto. Nada.

-All in.

Arrastré todas mis fichas al pozo, y sentí una paz que no sabía existiera. La paz de la muerte.

Las dos jotas del tipo eran una condena segura.

Pero entre las cartas del pozo, hubieron dos seis milagrosos, y el póker me salvó la noche.

Los milagros siguieron, y uno no menor fue que pude salir de ahí vivo, y con una pequeña fortuna, que me permitió no solo pagar colegios e hipoteca, sino seguir usando mis dos piernas unos días más.

Volví dos veces más al tugurio, hasta que con toda amabilidad me pidieron que me alejara para siempre. Nunca había ganado tanto. Tanto, que las vacaciones que hace unos días eran impensadas, ocurrieron en Punta del Este, coincidiendo con el torneo sudamericano de Texas Hold’em. Que gané.

No volví a pisar tugurios. Mi habitat eran los grandes salones de hoteles internacionales, donde jugaba frente a cámaras de televisión. Y ganaba.

Llegó junio, y el campeonato mundial de póker en Las Vegas. La mesa final, dos personas: el intendente y yo.

-¿Jugás?

En mi mente había sido todo tan real, que no dudé ni un segundo.

-All in.

Y ahora, mientras el croupier da vuelta la última carta, no tengo siquiera que mirar para saber que es un seis.

miércoles, 19 de octubre de 2011

RealET Show

El anfiteatro es enorme, pero los gritos de la multitud exaltada retumban con fuerza, convirtiéndolo en una caja pequeña, y ensordecedora.

Las cámaras flotan en el aire, registrando cada centímetro del escenario, y en particular, a la bestia que poco a poco recupera sus sentidos, mientras sale del sopor inducido por las drogas que hasta hace poco le administraban.

El presentador saluda a la multitud con un gesto ampuloso, y de inmediato se dedica a la bestia.

-Bienvenido. Estás acá para demostrar tus habilidades al mundo entero.

La bestia se incorpora hasta dónde los grilletes que maniatan sus extremidades se lo permiten. Hace un gesto de fastidio, pero se mantiene en silencio.

-Nuestras palabras te son extrañas, lo sabemos, pero sabemos también que nos comprendes. Nuestros científicos se han ocupado de eso. ¿De dónde vienes, y cuáles son tus habilidades?

La bestia entiende de repente que la multitud espera algo de él, aunque no tiene forma de saber qué, pero incluye sometimiento y humillación. Y eso no lo hace feliz.

Poco a poco, una extraña energía empieza a recorrer su cuerpo, y con una mezcla de confusión y agradecimiento, mira hacia el sol verde que lo ilumina.

El presentador altera su tono levemente, mientras hace una seña hacia quienes flanquean a la bestia, los que empiezan a acercarse, de forma amenazadora.

-Es la última vez que lo pregunto de forma amable. ¿Qué eres? ¿Qué haces?

La bestia sacude los grilletes que hace segundos los sometían con una facilidad que hasta a él mismo le sorprende. Recuerda alguna leyenda de su propio planeta, a siglos luz de distancia de ese lugar inmundo, e intuye que la única diferencia entre la leyenda y él, es el color del sol que lo ilumina.

-Soy un hombre, y estás a un segundo de adivinar lo que puedo hacer.

viernes, 14 de octubre de 2011

Linaje

Venimos de un importante linaje de profesionales del derecho.

Mi abuelo fue presidente de la Corte Suprema de Justicia, por más de veinte años, y son varias las plazas y avenidas que llevan su nombre, que también es el mío.

Mi padre fundó el estudio jurídico más grande del país, y me lo cedió para que lo convirtiera en uno de los más importantes del continente. Lo hice.

Y así llega el momento que por generaciones se ha repetido en mi familia, la ocasión en la que el primogénito le comunica a sus ancestros (vivos), lo que ha decidido para su futuro.

Mi hijo no parece apreciar la solemnidad del momento, y mi padre está ligeramente aburrido. Lo conozco.

No hay ninguna duda para nadie sobre la forma en que la conversación se llevará adelante, y es la única cosa que me desagrada. Descubro que como mi padre, yo también estoy aburrido.

Los genes corren fuerte por la sangre de mi hijo, y lo hemos sabido desde el día uno. Medalla de oro en el primario y en el secundario, cuatro idiomas fluidos, y atlético por dónde se lo mire. Navegará por la facultad de derecho como si fuera un lago, y tomará mi lugar antes de los treinta. Si el mundo no estalla antes, él será su dueño.

-Hijo –le digo con una solemnidad que me revuelve el estómago- ¿qué es lo que vas a hacer?

No tengo que escuchar las palabras para saber lo que viene, pero debo hacerlo. Miro de reojo a mi padre, quien está a segundos de quedarse dormido.

Tomás –mismo nombre que mi padre, y que yo-, se yergue en la silla de cuero, y con voz firme, dice una sola palabra, que nos sacude.

-Músico.

Una corriente eléctrica recorre las sillas de mi padre y la mía, y nos incorporamos al instante.

-¿Músico?-es lo único que tiendo a balbucear.

El asiente, y con total naturalidad, sostiene las miradas. Los ojos de mi padre son grises, y los míos también, aunque algo más oscuros. La prensa ha dicho que en ocasiones, en ocasiones duras, se ponen negros. Y son cuatro pozos los que taladran el tranquilo semblante de Tomás. El, inmutable.

El pelo un poco más largo que lo que debería estar, y los jeans rotos. La remera negra arrugada, sin ser desprolija, y sus zapatillas también negras. Eso es lo que veo enfrente mío, pero no es en eso en lo que pienso.

Pienso en un futuro que podría ser brillante, en dones que le han sido dados, con un propósito que nunca sabremos, y en la facilidad con que ha tomado una decisión que podría ser catastrófica en su vida.

-¿Estás seguro?

Asiente de nuevo, y se han terminado las palabras. Si algo me queda claro es que no hay duda alguna en su decisión.

-Tengo que hablar con tu abuelo. Nos vemos en casa a la noche. ¿Vas a estar?

Dice que sí, y después de darle un beso a mi padre, se va.

Pasan unos segundos, y el silencio es total. Pero es mi padre el que empieza a romperlo con uno de sus atronadores rugidos.

Poca gente los ha visto, y es que él no es propenso a ese tipo de demostraciones, pero yo las conozco. Empieza con un alarido ronco desde la boca del estómago, y se convierte en grito a la altura de la garganta. Cuando llega a los labios, ya es carcajada.

Se ríe, se ríe con más ganas de las que lo vi reírse nunca, y lo único que no me deja ver bien el panorama completo, son las lágrimas que mis propias carcajadas me provocan.

La escena dura cinco minutos, quizá alguno más. Al final, mi padre logra recomponerse, y entre jadeos, habla.

-Músico… nunca voy a entender cómo jugás tus cartas, para ganar siempre. Estás seguro de que es bueno, ¿no?

-Buenísimo-le respondo, en lo que es uno de los días más felices de mi vida.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Ahí Parado

-Me matás, imbécil. Sos tan gracioso que deberías estar haciendo stand-up-me dijo mi mujer, en un rapto de genialidad.

La idea me quedó dando vueltas en la cabeza, y en el cuarto del hotel al que me tuve que ir a dormir esa noche, me puse a bosquejar algunos chistes.

Traté de no ser agresivo ni despectivo, sino simplemente agudo. A veces me siento así, y pensé que podía pegar. Con cuatro páginas de algunas situaciones que había vivido, más algo que saqué de internet sobre cómo escribir material para monólogos, me largué.

Hablé con mi amigo Max (standapero profeta, de los buenos), quien después de una hora entera de disuasión, accedió a hacerme un lugarcito con unos amigos suyos, en algo que los dos sabíamos de entrada que era “off, off, off, cualquier cosa”.

Dos semanas después me paraba adelante de veinte personas, en un sótano de la calle Sarmiento (esquina Pueyrredón), a centímetros de una caldera que ronroneaba como un león rabioso. Era pleno diciembre, y con un sombrerito canchero que me prestó un amigo, enfrenté a la “multitud”.

-Buenas noches, soy Marcos, y espero que quieran reírse.

-Después de este viene Ramiro-fue la respuesta que alcancé a escuchar. Había sido “susurrada” por una gorda de la fila tres, que claramente esperaba que lo mío fuera breve.

La gorda tenía un traje de flores que daría para tres monólogos, y sudaba más que Coca Cola recién sacada del congelador, pero me callé, y seguí con lo mío.

Me moví un paso a la izquierda –lo máximo que permitía el exiguo escenario- y conté la historia de los dos policías que me habían querido coimear, y al no tener yo plata, me habían sacado dos facturas de la docena que llevaba en el asiento del acompañante.

-Che, nene, más respeto a la fuerza-dijo un pelado que estaba sentado al lado de la gorda de flores. Su marido, sin duda.

También lo ignoré, pero esta vez, con considerable esfuerzo.

-¿Cuántos de ustedes de acuerdan de Pipo Pescador?

-Lo que nos faltaba, es puto- dijo el pelado, de nuevo.

Supe que la noche estaba perdida. Les había dado lo mejor, y ahora recibirían lo peor. Cuando entra el veneno, lo sacás o te morís, y yo no me iba a morir en ese sótano mugroso. No había querido ir por el camino fácil –el instintivo en mí- y como premio, recibía las idioteces de una manada de gordos.

La cortina que estaba a mi derecha se movió un poco, y vi asomarse una cara estúpida como la señal de ajuste, y redonda como una pelota de básquet, que era una mezcla de la gorda y el pelado. Ramiro, el hijito cómico. Y fue mucho. Empecé.

-Así como me ven, yo fui gordo. Si, una de esas personas que tienen más chances de encontrar un policía honesto, que de ver sus propias rodillas. Esas que andan por la vida con miedo hasta de su sombra, lo cual es entendible, son sombras inmensas.

Algunas risas.

-Pero cuando me enteré que esperaba un hijo, todo cambió de golpe. Porque, ¿saben una cosa? Los gordos tienen hijos gordos, y lo último que quería era tenerle asco a mi hijo, así que tuve que adelgazar. Otra no quedaba. Y realmente no es tan complicado como parece. Para mí, fue tan sencillo como construir un gordo en mi cabeza, y percibirlo con todos mis sentidos. El de la vista es fácil, los gordos son feos. Rechazo inmediato. El tacto es más desafiante, porque no había tocado gordos antes, pero me imaginé una pila de mondongo. Eso también resolvió el del gusto. Odio el mondongo.

Más risas.

-El olfato es como la vista, y en el caso de los gordos, es inseparable. Cuando vean un gordo, cierren los ojos, y también podrán olerlo. Y el último, el del oído, es tan matemático como una calculadora Casio. Siempre, pero siempre, un gordo hablará con resentimiento, y se percibe desde el tono, hasta cada una de las palabras que dice.

La gorda se removió incómoda en su butaca (casi no entraba), y su marido, el policía, empezó a decir algo, que fue rápidamente tapado por cuatro o cinco risas. El humor seguía mejorando.

-Pero basta, cambiemos de tema. Esto, en definitiva, es para que se rían, y la pasen bien. Aunque ahora que lo pienso, alguien tiene que sufrir para que eso pase. Vendría a ser una especie de sacrificio humano, ¿no? Hagamos una cosa. Usted, señora, la del vestido de flores, con ese volumen, el sacrificio será enorme, y no paramos de reírnos todos por dos años. Así que disculpe, pero la duda me está matando: ¿con qué regó las flores de su vestido, para que tengan ese tamaño?

La carcajada general, la gorda de flores profiriendo un alarido, y el policía saltando al escenario con una agilidad que no le calculé. La cortina del costado abriéndose, y el hijo tarado de la gorda (gordo él también), en un final cabeza a cabeza con el padre. Literal. Sangre por todos lados, luego del choque de cráneos.

Más carcajadas, y los tres gordos reciben algunos de los insultos más hirientes que yo haya escuchado jamás. Algunos tipos fornidos sacando a los gordos del escenario.

La mano que me agarra del hombro, y me lleva hacia un rincón del backstage.

-Pibe, anduviste bien. Preparate algo parecido para la semana que viene.

La adrenalina era catarata, y me pregunté cuánta sangre habría de correr hasta que yo llegara al Complejo La Plaza.

martes, 13 de septiembre de 2011

El Tajo en la Palma

La carta estaba escrita en letras color sangre, y apareció de la nada una mañana. Había sido pasada por abajo de la puerta, y tenía sólo cinco palabras: “No puedo. No me busques.”

No tenía firma, pero la letra de Mercedes era inconfundible.

Por supuesto, la busqué.

Faltaban dos meses para que nos casáramos, y eran pocos los días en que no la veía. El anterior había sido uno.

En su trabajo no estaba, y tampoco volvió en los meses siguientes. El portero de su edificio tenía instrucciones de no dejarme pasar, y las llaves que yo tenía, ya no funcionaban. Las cerraduras habían sido cambiadas.

Su familia, que siempre me odió, estaba tan intrigada como yo por este cambio de comportamiento, pero eso fue lo único que pude sacar después de mil llamados.

Al final, tuve que entender que hay cosas en la vida que no tienen explicación, y empecé a olvidarla.

Una noche, casi cerca de las doce, sentí que tenía que acercarme a la puerta. La abrí, y allí estaba ella. Ni en mis sueños más profundos la recordaba así.

Me sonrió, y creí que moriría en ese instante.

-¿Puedo pasar?-preguntó en un susurro.

Dejé la puerta abierta, y le di la espalda. Mi alegría por verla, por tenerla en la puerta de mi casa, era limitada solo por un sentimiento de furia que tenía en el estómago. Pero era tan chico, que sabía que no duraría nada.

Me di vuelta, y seguía parada en el mismo lugar.

-Necesito que me invites a pasar.

Había una urgencia en su voz que no coincidía con la serenidad de su imagen. Sus ojos–no recordaba que fueran tan oscuros- me dieron toda la certeza que necesitaba.

Caminé hacia la cocina, y agarré el cuchillo más filoso que encontré. Volví a la puerta, y mirándola fijo, me hice un tajo en la palma de la mano. Grande y profundo. No ocurrió nada durante una fracción de segundo, pero después, la sangre empezó a desbordar la piel como un río en una crecida.

Su cara se contorsionó de una forma inhumana, y profirió un grito tan agudo que coaguló la sangre que me salía de la mano. Sus ojos se volvieron blancos, y dos inmensos colmillos asomaron de lo que ya no era una boca, sino una fauce.

Se abalanzó sobre mí, pero una pared invisible nos separaba. El mito era cierto, no podía entrar a mi casa si yo no la invitaba, y eso no había ocurrido.

El espectáculo duró horas o segundos, no lo sé, y finalmente desapareció como había llegado, sin que yo me diera cuenta.

Esto fue hace varios días, y hace varias noches, religiosamente a la misma hora, abro la puerta, y la veo frente a mí. Casi no vivo, esperando ese momento en que aparecerá frente a mi puerta, esperando que la invite a pasar

Y sé que será esta noche, o la siguiente, la que finalmente la deje entrar, y clave una estaca en su corazón, o le entregue el mío para siempre.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

¿Cómo estás?

-¿Cómo estás?-quiere saber ella por teléfono, casi burlándose de mi.

Si me preguntás como estoy, después de haberme arrancado el corazón solo para pisotearlo con tus zapatitos nuevos, es que además de sádica, sos tarada. Muy.

-Bien-le contesto con tono neutro.

-¿Qué hiciste hoy?

A ver, dejame pensar. Me levanté a las once de la mañana, y todavía seguía borracho. Vomité hasta las tres, y después bajé a comprar otra botella de Whisky. Todo eso mientras miraba diez mil fotos tuyas.

-Nada. Vi algo de tele y después leí un poco. Tranqui.

-Me preocupás.

Si, si. ¿Y en qué momento exacto es que te viene esa preocupación? ¿Cuándo te estás revolcando con tu novio nuevo, ese amiguito de la facu que te parecía simpático pero nada más, o cuando prendés un pucho con las páginas y páginas de estupideces que escribí para recuperarte, y no sirvieron para nada?

-Tranqui. Gracias, pero tenías razón. Todo pasa. ¿Y vos?

-Bien. ¿Pensás en mí?

La pregunta me sorprende por lo estúpida. Pensar es algo que involucra el cerebro, y los espasmos que tengo a la noche sacuden todo mi cuerpo. ¿Pensar? Pensar es mover neuronas, y que yo sepa, no provoca llantos descontrolados.

No, no pienso en vos. Nada más te siento todo el día, en todo el cuerpo. Mucho. Mal.

-Si, claro. A veces. Un poco.

-Sonás enojado.

Me enojé cuando salí del cine, y me habían rayado la puerta del auto. Me enojé cuando me robaron el aguinaldo en el subte, a punta de faconcito correntino, o cuando River se fue al descenso. No. No estoy enojado. Lo que tengo es una sensación que nace en una parte tan profunda de las entrañas, que ni siquiera ha habido un doctor que le ponga nombre. Es un odio tan palpable, que podría hacerme millonario vendiéndolo para que fabriquen chalecos antibalas. Es desearte tanto la muerte, que si te murieras, lo lamentaría porque ya no podría seguir deseándotela más. No, lo que tengo no califica de enojo. Y sea lo que sea, nunca vas a tener la satisfacción de saberlo.

-No, para nada. En serio.

Hay un silencio, y me viene a la cabeza la idea de que se está ahogando. No sé por qué, pero la imagino con un ataque de asma (enfermedad que no tiene), y necesitando el inhalador, que se encuentra a diez centímetros de su mano. Ella no llega, y yo estoy ahí parado, disfrutando.

-Te extraño-me dice de repente, entre lágrimas.

Entiendo de inmediato el dolor en mi mandíbula. Después de haber estado tantos días sin hacer siquiera una mueca, mi sonrisa tensa músculos que ya no tenía, y lo noto.

-¿Querés que vaya?

-Si vos querés …

No quiero ni imaginarme la bronca que tendré la próxima vez que agarre un papel y escriba, pero ahora, ahora me estoy tomando un taxi.

miércoles, 31 de agosto de 2011

La Clave

Era inteligente, inseguro y tenía tiempo. Y sobre todo dudas, muchas dudas.

Las contraseñas de su mujer eran desconocidas para él, y sabía que preguntarlas no haría más que generar rechazo. No lo hizo.

Descartó los mails por improbables, y se concentró en Twitter. Si había algo, estaría ahí.

Conocedor de la naturaleza humana, o de aquello que sean quienes pasan horas en la dichosa red social, se basó en el ego para su proyecto.

En cinco minutos, armó una página de Internet que prometía estadísticas sobre lectura de Tweets, pronósticos de incrementos o reducciones de seguidores, y ubicaciones de los mismos. El único requerimiento era poner el nombre de usuario y la contraseña de la plataforma.

Por supuesto, creó los consabidos párrafos que prometían privacidad, y aseguraban que ninguna información sería divulgada.

En el minuto seis, añadió una orden para que automáticamente, apenas se ingresaba la información, saliera disparado un tweet promoviendo la página.

El minuto siete fue destinado a dirigir un tweet de un usuario anónimo, hacia las trescientas personas que su esposa seguía. Y también a ella.

Durante los minutos ocho a catorce, observó cómo los nombres de los usuarios, así como sus claves, se multiplicaban en la base de datos correspondiente.

Al minuto quince, su esposa llenó el formulario, y él obtuvo la clave que le permitiría leer sus mensajes privados de Twitter.

Menos de dos minutos después, las dudas eran olvido.

La ambulancia llegó al minuto cincuenta y ocho.

-Mirá, un tipo joven. ¿Qué puede tener alguien en la cabeza para saltar de un piso doce?-le preguntó el paramédico, al policía que estaba custodiando el cadáver.

-La respuesta a eso sería la clave para evitar que pase-contestó el policía.

Pero era justamente la clave lo que lo había matado.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Gracias Parciales

Hace más de un año empecé con esto de Twitter, y pegadito, se me ocurrió armar un blog. Hasta ahí, todo solo, como un campeón.

¿A dónde se llega sólo? A ningún lado, obvio.

Mi primer cuento se lo emboqué a @juanfaerman, después de pedirle el mail por DM. Así, de caradura, y me hizo una devolución impecable. Sé que no le estoy haciendo un favor con esta mention, porque si yo fuera ustedes, y me gustara escribir, lo atosigaría ya para que me ayude. Pero bueno, tampoco estoy acá para hacer favores.

Casi al mismo tiempo ataqué a @emipizarro, también buscando opinión. La generosidad de la niña es, inmensa. INMENSA.

Algunos más leyeron bosquejos, y opinaron. @empleada, @recontrahdp, @missjizzle, @tinyfoxy … y sí, mujeres. Sacando a Juan, el apoyo inicial vino del sexo opuesto. Apoyo que nunca me dejaron retribuir.

Y salió el blog, con un cuentito, y después con otro, y se enlazaron hasta convertirse en libro. También siguieron saliendo otros cuentos por ahí, y hoy hay un montón.

@matiildaxd, @coculo y @camcienfuegos99 se dicen “hola” cada vez que están juntos en Twitter. Además de eso, me empujaron el blog a morir. Ahora sólo falta que algún día me saluden a mí.

@flomen9, cuando leía, y su hermana @celestem85. @sebun21 (tech support) y @franchulo (crack). El @negrogp, @willieCula, @paulyn1979, @castrolucas, @nanita y @denifevre, leyeron, comentaron, criticaron y difundieron.

@casiopea_ba, que me ha mandado a lugares insólitos, leyó todo, aún hasta hoy, y como toda la gente sabe, me ha comentado siempre.

Apareció @chapita, su recomendación a Oblogo y un premio al que me votaron todos ustedes. @horaciocabak leyendo mi cuento en la radio. Ganar. La primera (y única) vez que hice plata escribiendo. La sensación debe ser algo parecido al sexo. Tengo Twitter, así que no puedo comparar muy bien.

@TrinityFlux, la @Turca09 y también @fetcheves. Las “chicas del 13”. Yo nací un 13, ¿será por eso que me pusieron tanta onda al blog?

Oblogo de vuelta, y de vuelta. Es increíble el trabajo que hacen. Gratis.

@jcpetruzza y @peterkrasno. Incondicionales.

@zeinicienta, @yosoyunika y @anitaquirantes, y @caroonfive, también.

@cortodegenio (nik equívoco, si los hay).

@kalipolis y @hadacon, siempre se portaron bien conmigo.

@laspornografas y su concurso de cuentos eróticos. Una mención a la única cosa con algo de erotismo que jamás he escrito. Un cuentito más, con una gran foto (búsquenla en mi blog, aunque sea eso, vale la pena).

@r_corre, @jprodríguez, @diecale, @lsilvial, @lemapach, @gwainstein, @fdcuria.@holyvulva y @lasaparuperto.

@seleccione, @conejodede, @clacanna, @enriqueansaldi, @gonesco, @adelfaisnotdead.

@chaplin (te juro que el libro va a terminar).

@lapeces y @eladversario , aunque ya no pasan tanto.

@vilgrim, @falladito, @vivoencharlone (correctora free lance), @efectoclara, @pechugaslocas, @carysar_, @natuchi08, @bastamae

@mariacarambula, aunque en El Elegido me hayan choreado la idea de abrirle cuentas de TW a los personajes de una novela. Te banco, María.

@goldenmax (estuvo bueno salir en la radio).

@lavacadrogada un genio.

Bueh, gracias a ellos (y a todos los que no nombro porque sé que prefieren el incógnito), ayer el contador de visitas pasó las 100,000.

Es el laburo, si, laburo, de más de un año. Divertido y con rentabilidad negativa, pero con satisfacciones.

Los que no escribían y dado que “hasta vos escribís”, se largaron a hacerlo.

La mujer golpeada que me mandó varios mails, diciendo que un par de cuentos míos la habían ayudado. Impagable.

Las puteadas de la gente que no entiende, o a la que no le gusta, pero que aún así, se toman el trabajo de leer.

Los que no nombré, y no me va a alcanzar la tarde para pedir disculpas, pero aunque escriba como un animal (mal), soy humano.

Los que me preguntaron si algún cuento era cierto, si me había pasado a mí, y a los que les tuve que responder que no, y que tampoco soy un vampiro, o ciego, o mujer.

Si tuviera un mínimo de originalidad, tendría que terminar esto con otra palabra que no fuera gracias.

Así que vamos con lo que decidí usar de título, y no son totales, porque espero que sigan leyendo, y pueda seguir agradeciendo.

Gracias parciales.

Marcos

PD. Las ventajas de Internet. Agregar a los que me fui olvidando: @suenalindo, @cachando y @nadiemelee, por ahora.

@Luquid, porque RTear bien también es un arte.

A la @drapignata, con cuyo mínimo aporte, todo esto podría haber sido destruido de un plumazo.

@tkhead, que me pasaba música para escribir.

@agentsmith uno de ellos dice alguna vez haber leído algo. No tengo motivos para dudar, y si aprecio y admiración a la persona, tras el personaje.

@tfourcade, capo.

@matiass1977, otro que apoyó y recomendó a full.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Skin Money

El antecedente era siniestro, tecnología Nazi aplicada a la edad moderna, aunque con un fin más loable: salvar vidas, en lugar de arruinarlas. La gente tendría un tatuaje con un código de barras;los hospitales tendrían lectores, y los médicos accederían a las historias clínicas de los pacientes mediante un escáner. Era la única forma en que algo tan abominable, podría tener un uso decente.

Pero el mundo no es tan ingenuo como yo.

Recorrí oficinas gubernamentales, hospitales, clínicas privadas, y empresas de medicina prepaga, sin éxito. Solo en una de estas empresas, de medicina privada, llegué a explicar en detalle mi idea. La estudiaron a fondo, pero finalmente no les resultó viable.

Al año, se lanzó el “Skin Money” en Estados Unidos. Era mi idea, pero aplicada a extracción de fondos en cajeros automáticos, cines, y hasta computadoras personales. Evitaba el traslado de dinero y tarjetas de crédito, y proveía una autenticación cien por ciento efectiva, e inviolable.

Me lamenté en silencio. Una gran idea, que yo no había podido llevar a cabo.

El silencio duró poco.

Las tapas de los diarios identificaron con rapidez al inventor argentino del Skin Money, que por supuesto era el dueño de la empresa de medicina prepaga.

El tipo hablaba de las bondades del Skin Money como si se lo hubiera sugerido un ángel, e incluso decía que su sueño era llevar esa tecnología al área de la medicina “cuando los costos lo hicieran posible”.

Se negó a recibirme, por supuesto, y ningún abogado consideró que yo tuviera posibilidad alguna de reclamar nada. Aparentemente hay que patentar ese tipo de inventos, cosa que cualquier estúpido sabe. O casi cualquier estúpido.

Pasó otro año, y varias cosas conspiraron para que mi veneno se incrementara. La vida no me trataba bien. Mi resentimiento había pegado de lleno en mi trabajo, y como consecuencia de esto, ya no lo tenía.

Mi mujer me había abandonado hacía poco más de dos meses, llevándose a los chicos con ella. Y en algún punto yo estaba feliz de que así fuera. Yo, más que nadie, reconocía que en ese estado, era perjudicial para todo, y para todos.

El punto cúlmine fue cuando Google compró Skin Money, en varios miles de millones de dólares, y tuve que soportar la cara “del hombre más rico de Argentina”, en cuanto diario o canal de televisión miraba.

La transacción se hizo en directo para todo Argentina, y el detalle simpático es que no hubo firmas, sino antebrazos y códigos de barras.

Necesité meses enteros de obsesivo planeamiento, y una noche de extrema suerte. Todo se dio como lo pensé, y acá estoy, dispuesto a efectuar la prueba última y definitiva del Skin Money.

El tipo me ofreció fortunas, y cuando vio que lo que yo quería era que las mismas fueran trasladadas a mis cuentas bancarias (creadas para la ocasión) mediante el Skin Money, quiso abrazar la computadora de su casa para darme la plata y que yo me fuera. Pero no lo dejé. Yo quería más.

Y ahora, mientras se desangra en el suelo, yo, con su brazo en la mano, me pregunto si el Skin Money funcionará separado del cuerpo.

Y sí. Funciona. Mientras veo varias transferencias de menos de un millón de dólares cada una llegar a mis cuentas, se me ocurre que el futuro de la empresa es menos que brillante. A nadie le gusta andar por la vida sin un brazo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Anarquía

Como muchos movimientos anárquicos, empezó como respuesta a la prepotencia de alguien.

Mi semana venía mal, a tono con el resto de mi vida. Y el sarcasmo del juez no ayudaba.

-Las máquinas no mienten.

-Yo tampoco. No iba rápido.

La prueba consistía en una foto de mi auto, con la patente resaltada, y un epígrafe que decía 78 km por hora, en una zona de 70 permitidos. Considerando el diez por ciento de tolerancia, me había pasado por un kilómetro.

-Un kilómetro o cien. La infracción existe. No me haga perder más tiempo.

La bronca se había convertido en odio. A un sistema al que no le importaba lo que yo hiciera, dijera o pensara. A un funcionario que era igual a muchos otros, que ejercía su pequeña cuota de poder al máximo, humillando a la gente en cada oportunidad disponible. Y a la realidad, y a la vida, que también aprovechaba cada oportunidad disponible, para atropellarme. Y a esa no le sacaban fotos.

Me senté en el auto, y de acompañante tenía al modelo de mi última derrota, el pomo de pintura en aerosol más ambicioso y menos vendido en la historia. Había invertido cinco años, y hasta el último peso en una pintura que no se borraba con nada, solo para descubrir también que a nadie le interesaba. El último fracaso de una larga cadena.

Sin pensarlo, bajé y rocié toda la patente con pintura negra. A esa patente no la reconocerían nunca más por fotos.

Todo lo que siguió, pasó a la velocidad de la luz. El policía que custodiaba el tribunal de faltas, agarrándome del brazo, como si yo acabara de robar un banco; la marcha del día, con piqueteros exaltados reclamando quién sabe qué cosa, y que vieron en el policía al enemigo más cercano e indefenso. El policía corriendo a refugiarse adentro de la oficinita.

Mi baúl, repleto de aerosoles, y mi generosidad, regalándole uno a quien lo pidiera, y los receptores, felices, pintando cuanta patente había a mano.

Un teléfono con cámara, y los millones de visitas en Youtube.

La rabia generalizada, y la masa pintando cientos de patentes atascadas en el tráfico.

Buenos Aires, de un día para el otro, se convirtió en la ciudad de las patentes negras, y el resto del país no tardó en imitarla. Después vino Brasil, pegadito a Chile, Uruguay y Perú.

Como todos saben, esto que cuento pasó hace exactamente un año, y no parece que vaya a detenerse en un futuro próximo.

Recién ahora puedo parar a ver la magnitud del fenómeno. Mientras todos se dedicaban a pintar patentes, yo era el encargado de proveer el aerosol. Porque no bastaba pintar las patentes, tenía que ser con MI aerosol.

La fábrica de Burzaco me quedó chica al mes, y puse otra en zona norte. La segunda de las cuarenta y dos que tengo ahora. De esas, veinte están en Argentina, y el resto desperdigadas por ahí. Cuatro, las más grandes, en China.

Con esa rapidez que tienen algunos gobiernos para responder a las emergencias, ahora, al año de todo, están tratando de cerrar algunas fábricas. Les he puesto tantos abogados en el medio que lograrán hacerlo cuando ya no queden más patentes por pintar.

El siguiente resorte fue la prensa. Algún funcionario iluminado, decidió echarme a los perros, y día y noche tenía todo tipo de cámaras siguiéndome por todos lados. También fue sin pensar que lo hice, pero hecho está. Esta mañana, salí de mi casa y a la primera cámara que se me puso en frente, le rocié medio tubo de mi aerosol.

Y ese fue el verdadero principio de todo.

lunes, 8 de agosto de 2011

Una Casa

En algún momento de mi vida, decidí que era mejor vivir en una casa, y a diferencia de la mayoría de las cosas que resuelvo, esta se dio. El destino tiene formas crueles de reírse de nosotros.

Nunca fui un fanático de los animales. Bastante ya me cuesta entender a la gente.

La presión empezó casi sin que yo lo advirtiera, pero no se detuvo nunca, hasta que se hizo insostenible. No cedí, pero poco importó, y así un día del padre, me encontré con un simpático cachorro, que tenía el poder de haber meado hacía cinco segundos, cuanta cosa yo me decidía a tocar.

Lo bueno del perro es que se fueron los gatos que invadían mi jardín. Lo malo, aparecieron ratas. Todavía no les puse nombre.

Colmada la cuota de mamíferos, aparecieron los insectos. Primero las hormigas, de varios colores y tamaños. En cantidades industriales. Después las avispas, abejas y camoatíes, que con la perseverancia de obreros japoneses, hacían nidos en todas las paredes de la casa.

En verano los mosquitos, pero les gustó tanto mi casa, y en particular mi sangre, que los únicos días que no vienen son aquellos en que hiela.

En algún momento, entre tanto insecto, el perro creció, hasta convertirse en algo que chupa más energía que un agujero negro. Mi energía.

Empecé paseándolo a pie, después en bicicleta, y por último en una motito (re canchero). En eso estoy ahora, pero ya me caí un par de veces, y los moretones duelen más que antes.

La bitácora la escribo después de una noche movidita. Me ensarté un dedo en una trampa para ratas (es un mito eso de que comen queso). Después, a mi perro le dio un ataque de epilepsia, delante de mi hija menor.

No sabíamos que el perro hacía esas gracias. Hay gente que en las emergencias se paraliza. Yo no. Yo hago estupideces. Teniendo miedo de que se ahogue, le metí la mano en la boca, para sacarle la lengua. Lógicamente, lo primero que hizo cuando se recuperó, fue morderme.

Estamos en invierno, y puedo decir sin un gramo de pesimismo, que será el último mío. El perro seguirá creciendo, y su energía terminará por absorber toda la mía. Lo que quede, se lo chuparán los mosquitos, que de “quitos” no tienen nada. Por último, todos esos bichitos que tan plácidamente duermen en los nidos que construyeron, saldrán también a picarme, cuando las flores florezcan.

Lo único que me queda claro, es por qué el destino quiso que yo me mudara a una casa.