miércoles, 29 de junio de 2011

Cámara

Segunda entrega de la trilogía Luz, Cámara, Acción. Viene de Luz.

No se tumba una pared golpeando cualquier ladrillo, pero una vez que se sabe cuál es el correcto, caen todos como si fueran cartas.

Apenas salgo del tribunal, pasado el mediodía, busco un bar con wi fi, y armo una pequeña oficina que funciona a café con leche. Al terminar el trabajo, la cuenta dirá que me tomé seis, y yo estaré necesitando uno más.

A esa altura ya he decidido que no quiero limitarme a decir el nombre del asesino en cámara, sino que quiero contar la historia tal y como sé que sucedió, y a escribir me dedico.

No hace falta una gran prosa –y no soy manca-, para contar hechos. Cuando la información habla, los adjetivos se callan, y el cuento surge como si fuera película. Cada minuto coincide a la perfección con las declaraciones de quienes dijeron la verdad, y cada mentira cae por su propio peso, haciendo ruido.

El taxi me lleva por caminos que no veo, absorbida por la pantallita de la notebook, que leo y releo hasta que cada error se corrige. No son muchos, pero uno bastaría para que mi humor cambie, así es mi obsesión.

Llego al canal con la energía de quince conejitos Duracell, y a los gritos me rodeo de productores. Cuento la historia como si acabara de salir de un cine, mientras la impresora no deja de sacar copias. En menos de una hora, todos han comprado. Todos menos uno.

El productor ejecutivo es un tipo con oficio, olfato y pasión por su trabajo, y me escuchó con una atención que hace tiempo no le veía dedicar a nada.

-No. Con eso no podés salir al aire.

El productor ejecutivo es un cagón mediocre, que le hizo el ADN a cada uno de sus tres hijos, “solo porque todos los hechos tienen que ser comprobados”.

Le sonrío, lo seduzco, lo insulto, lo perdono, le lloro un poco, y termino re cagándolo a gritos.

-Mirá, es decisión del Raúl (el productor general). Es un tema muy groso, y en definitiva, todo tu argumento depende de algo totalmente intangible.

Y Raúl, que sí es un productor de sangre (y lo seguirá siendo hasta que me contradiga), no está en el canal, y “no puede ser contactado”. Podría escalar la cosa directamente hasta el gerente de noticias, pero sería puentear a Raúl, y no es sabio.

-Dos horas. En dos horas viene Raúl y él decide. Y si está de acuerdo, lo calzamos en prime time. ¿No te parece mejor?

Es mejor, y lo que más rabia me da, es que tiene razón. O sea, lo que tengo son suposiciones, que a nadie se le han ocurrido en casi diez años, y que probablemente cierren nada más que en mi cabeza.

-Podrite. Me voy a casa. Me hartaste, vos y tu miedito. Sean felices.

Salgo indignada, y golpeo cuanta puerta hay entre la sala en la que estaba reunida, y la salida del canal. El viento de la calle es una copia del de la mañana, aquel que hizo volar la puta hoja, y empezó todo esto. Y trae otra idea, una realmente estúpida. La adoro.

Volver al canal y buscar las cosas que necesito, me toma menos de cinco minutos, y ya estoy en el auto. Estoy decidida, y no quiero pensar. Tengo que lograr no pensar.

La guardia -vivo en un barrio cerrado- me saluda con una sonrisa –, y agradezco que la calefacción de casa esté prendida. El frío que hace afuera es increíble.

La casa está vacía, y así estará por al menos un par de horas más. Hago las cosas que tengo que hacer, y me sumerjo en la bañadera. El cansancio de años y años de intriga me cae de golpe. Sé la fama que vendrá con la historia, y hasta quizá, algo de fortuna. Un libro, o por ahí la película. Nada de eso me importa. Solo yo sé de mi obsesión por la verdad –por esa, aunque sea-, y la tranquilidad que me da haber descubierto el acertijo.

Lo otro, la estúpida idea de la periodista de investigación que soy, parece más estúpida con el paso de los segundos. ¿Quién carajo me creo que soy?

Pero nada como la puta ironía de la vida, y no tengo que adivinar de quién es la sombra que se refleja en el piso, para saber qué he sido una pelotuda. O no, he sido vivísima, dando toda la vuelta para convertirme en pelotuda, para siempre.

Y quizá sea esta, si, la última vez que me equivoco.

martes, 28 de junio de 2011

Luz

Soy mujer, madre, y varias cosas más, pero en este momento, acá y ahora, soy periodista. Y no puedo preguntar.

Los jueces escuchan mentiras y verdades por igual, sin distinguirlas. También lo hace el resto de los presentes. No hay hechos, solo palabras, y todas se contradicen.

Hay más teorías acerca de este crimen, que sobre la muerte de Kennedy, y tantos sospechosos como familiares y amigos. Hay hasta incluso un culpable –así lo ha dicho la justicia-, pero nadie pondría un dedo en el fuego por nada. Y yo menos que nadie.

Reviso mis notas, cuadros, fotos y dibujos, mientras se produce una de las tantas demoras a las que estamos acostumbrados. Una testigo sufrió un bajón de presión, y los médicos, paramédicos, enfermeros o lo que sea que sean, tratan de reanimarla.

Alguien abre una ventana, y la corriente de aire se convierte en un golpe de claridad. Así es como sucede: el viento amenaza con hacer volar mis notas, y mis dos manos se apoyan en la pila de papeles con desesperación. No quiero el bochorno de tener que recoger hojas delante de colegas y asistentes, y alcanzo a retener casi todos. Casi, uno se me cae, pero no es ahí cuando me doy cuenta.

Los dedos de mis manos han formado un curioso mapa entre los papeles. El índice de la derecha señala uno de los acusados, mientras el pulgar de la izquierda se apoya en mi “lista de motivos”. El meñique roza la de “coartadas”, y la idea me pega como una maza en la sien. Tuvo que haber sido él.

Siento que me falta el aire, y lo que ocurre a continuación termina de aniquilarme.

-Disculpame, se te cayó esto.

Es él, que me alcanza el papel que no vi volar, y que sin duda voló. El, y no otro, el que con una sonrisa amable y ojos que parecen horadar mi alma, está parado enfrente mío.

No soy yo la que contesta, sino esa que día tras día mira una cámara como si nada pasara, aunque el mundo se esté derrumbando. Años de entrenamiento se hacen cargo, y con mi mejor cara de boluda, sonrío.

-Sí, gracias.

Sostengo su mirada por exactamente el mismo tiempo que tarda el operador del canal en mandar una grabación, y vuelvo a lo mío.

Con la misma presencia con que enfrenté la caída de las torres, frente a una multitud que me veía por la tele, acomodo papelito sobre papelito, sabiendo que él aún está mirando.

Nada de relevancia ocurre el resto de la mañana, y el descubrimiento del asesino queda sepultado por la terrible duda: ¿sabrá que lo sé?

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jueves, 16 de junio de 2011

El Vendedor

Puedo vender. Lo que sea, a quien sea, y cómo sea. Lo único que necesito es que mi cliente, tenga algo con qué pagar, y hasta para eso soy bueno, también sé contar costillas.

Desde chico, y viendo dibujitos animados, aprendí que las fortunas están hechas de monedas. Viendo el amor del Tío Rico por cada uno de sus centavos, mientras nadaba en profundos mares de oro, me di cuenta de que no se llega a diez sin tener uno, y basé mi filosofía de vida en eso.

Mi negocio es la salud, o su ausencia. Voy por lugares inmundos, que primero olvidó Dios, y luego el estado, y en cómodas e irrisorias cuotas, garantizo medicina del siglo XXII, a gente que todavía no llegó al 1800. Y pagan.

He tenido algún que otro contratiempo, moviéndome en estos sitios marginales, pero casualmente no fue en uno de estos barrios del conurbano donde el golpe me sorprendió, sino en pleno microcentro, a la salida de la empresa, y en plena cara.

La trompada vino de la nada, y me hizo rebotar contra una de las paredes del edificio. El chorro de sangre pareció explosión, y por un segundo pensé que era una bomba lo que había explotado.

-Vos, vos sos el hijo de puta que nos vendió el plan.

Los guardias del edificio salieron antes de que me alcanzara el segundo golpe, y se tiraron encima del tipo que no paraba de insultarme ni para tomar aire.

El encargado de reclamos de la empresa me contaba la historia, mientras el médico trataba de que yo dejara de sangrar.

-Un inadaptado, che. Se queja de que al hijo no lo atienden, y ni siquiera leyó bien la póliza. Riesgos no cubiertos.

El tema no era nuevo, y ni siquiera me sorprendió. No me acordaba de haberle vendido nada al tipo que me pegó, pero sin duda lo había hecho, sin duda había tenido algún tipo de problema, y sin duda la empresa no lo cubría. Sin duda.

-¿Y el pibe, qué tiene?-le pregunté al de reclamos.

-Una insuficiencia cardíaca. Necesita drogas carísimas, y un trasplante. Cuando le dije que no podíamos ayudarlo se puso como loco. Tuviste la mala suerte de cruzarte con él. Pero quedate tranquilo, de acá va derecho a la cárcel. Y se la vamos a seguir a muerte.

Esto que cuento sucedió hace casi dos meses, y a esta altura, estoy segurísimo de que el padre sigue en la cárcel, y el chico está muerto. Y lo lamento, lo lamento muchísimo, aún por sobre todas las cosas que me están tocando vivir (o morir), a mí.

Porque el sangrado de mi nariz no se detuvo, y fue el prólogo de una temporada de vómitos prolongados, mechados con estados de letargo, agitación, confusión, aturdimiento y hasta inconsciencia.

Todo esto fue diagnosticado por el médico de la empresa como “consecuencias leves y posibles de un trauma, sin complicaciones a largo plazo”, y al día de hoy, internado en el Hospital Argerich, estoy desahuciado. Así nomás.

Me explican que los síntomas eran claros, y que con los cuidados adecuados, las cosas que ahora me están matando, hubieran podido frenarse, y algunas, hasta revertirse. Que el golpe fue un aviso providencial, que descubrió esta enfermedad que ahora es terminal, y que la mala praxis es tan evidente, que los médicos que me atendieron, y la empresa para la cual trabaja (la misma para la cual trabajaba yo), es responsable de una mala praxis tan grosera que es criminal. O sea, nada que yo no sepa.

Y hay algo de justicia poética en todo esto, aunque no es eso lo que me preocupa en este momento, sino aquella frase que escuché alguna vez, y que en mi estúpida soberbia, olvidé: “No hay que comprar lo que uno vende”.

lunes, 13 de junio de 2011



La vida de un hombre cambia para siempre el día en que las redes sociales irrumpen en su casa, llevándose a su hija de dieciséis años. La culpa por haber ignorado una realidad que conocía y el dolor por la hija perdida, lo arrastran a un laberinto de noche y violencia en el que la historia amenaza con repetirse.

Te sigo es una novela atrapante, que describe un mundo nuevo y fascinante, desde su perspectiva menos conocida, la del peligro. Quienes hayan incursionado en esta forma de interacción virtual encontrarán rincones y facetas que jamás hubieran creído posibles. Los que desconozcan por completo el fenómeno, se asombrarán de la existencia de algo tan vasto como etéreo. Algo que no debe ser ignorado porque el precio de hacerlo puede ser muy alto.

sábado, 11 de junio de 2011

Padre e Hijo

Alejandro está viejo, y tiene miedo.

No le asusta la muerte, sino lo que viene después de ella, y no para él, sino para su hijo.

Alejandro es un luchador. Lo ha sido toda su vida, y aún ahora, cuando sus atardeceres deberían consistir en una copa de su mejor vino, a la sombra de algún árbol, él pelea.

Su mayor lucha es contra sí mismo, pues segundo a segundo resiste la tentación de tomar las armas, y enfrentar al enemigo, pero sabe que la muerte sería un acto de cobardía. No, él no puede morir, no todavía, cuando queda tanto por hacer.

Alejandro es rico como pocos, y sabio como menos aún. No se requería el don de la clarividencia para entender que la historia estaba por forjarse, y él sabía, como supo siempre, que él y su hijo serían parte.

Y se preparó.

Pero fuera de sus ojos, el niño despierto y lleno de coraje, se ha convertido en un hombre débil y temeroso. Ocurrente, hábil con las palabras y hasta entretenido, aún él debe reconocerlo, pero manso a la hora de ser fuerte. Y no hay otra forma de decirlo: su hijo es un cobarde.

No puede pasar otra noche sin que lo enfrente, y decidido, se pone de pie. Sabe que su hijo habrá de estar en la sala, leyendo alguno de los clásicos griegos que tanto le gustan. Con paso firme camina hasta ahí, solo para descubrir que la sala está vacía.

Su frustración es inmensa, y los gritos aún más grandes, pero nadie acude. Nadie, a excepción de aquel hombrecito que de alguna forma se ha convertido en la sombra de su hijo.

Con dificultad –cada diálogo con él es un suplicio-, Alejandro lo interroga sobre el cobarde de su hijo. No tiene sentido disimular más, y él no lo hace. Finalmente, luego de un largo rato, entiende que su hijo ha partido al pueblo, donde seguramente gastará otra pequeña fortuna en una eterna noche de vino y mujerzuelas.

El pesar es tan grande que lo abate, y es el hombrecito quien lo ayuda a sentarse en el sillón de cuero, en el que por fin se duerme.

Aún estará dormido, horas después, cuando el hombre del color de su sombra lo acaricia con cariño, y dolor. No verá las heridas en el pecho y el brazo de la sombra, ni su gesto de impotencia cuando el otro hombre, el hombrecito, con sorprendente facilidad para suplir el don que la vida le quitó, le explique que la última palabra de Alejandro, antes de dormir, fue “cobarde”.

Y la sombra, que tiene el poder de hacer feliz a su padre con solo despertarlo en ese segundo, sabe también que esa felicidad lo pondrá en un peligro de muerte, uno que no es justo que su padre enfrente.

Y la frase que su padre le repite día a día, cobra sentido una vez más. “No es fácil ser un De la Vega, pero no tenemos elección”.

Y Diego lo sabe mejor que nadie.

miércoles, 8 de junio de 2011

Un Tipo Metódico

Soy un tipo metódico, cosa que a la mayoría de mis amigos les causa cierta gracia.

No llega a ser un trastorno obsesivo compulsivo, pero algunos golpecitos existen.

Siempre dejo las llaves en el mismo lugar, y el resto de las cosas, también. Descubrí hace ya mucho tiempo que es mejor hacer dos pasos para acomodar algo, que doscientos para buscarlo.

Fumo. Marlboro Box. Cada vez que compro un paquete, saco tres cigarrillos, y los pongo en una cigarrera que tengo en mi oficina. En el espacio que queda libre, va un pequeño encendedor Bic. Nunca me quedo sin fuego.

Si hay más de veintiséis grados, prendo el aire acondicionado, y con menos de trece, la chimenea. Me gusta contemplar el fuego de cerca, de muy cerca, hasta casi quemarme. Puedo estar así un rato largo.

Era hora de dormir, y quedaba un solo cigarrillo. No tenía ganas de fumar, pero sí de ver arder el paquete vacío. Mientras exhalaba la larga bocanada, veía a centímetros cómo las letras se iban achicharrando.

Algunos logran la paz pensando en la nada. Para mí, lo que funciona es el fuego.

Según el médico, tengo suerte de estar vivo, pero las retinas, pupilas, iris, córneas, globo ocular y nervios oculares, y todo lo que podría servirme para poder ver nuevamente, quedó arruinado. No hubiera sido una mala idea sacar el encendedor del paquete, antes de tirarlo al fuego.

Sí. Soy un tipo metódico, y desde la semana pasada, ciego.

lunes, 6 de junio de 2011

Al final, Mariana

Así termina la historia de "Mariana y Nicolás". Es bueno leer Querida Mariana, Querido Nicolás, La Cola, Blancanieves, Furia y Verónica, para entender bien de qué se trata.

Hasta las centrales atómicas necesitan recargarse alguna vez, y Mariana también.

Nicolás no contestó su celular, ni el fijo de su departamento. No le sorprende. La puta esa de Verónica lo debe tener aislado, pero ni ella ni nadie podrá impedir lo que se viene.

Nunca ha tenido miedo del rídiculo. No es cómo dicen los demás, que lo disfruta, pero sí hay algo que es cierto: ella no necesita de cámaras para hacer una escena.

Y con la certeza de que podrá ganar o perder, pero nunca dejar de pelear, se duerme.

Y no sueña.

El casamiento es a las once, en el registro civil de la calle Uruguay. Ella se pone unos jeans y unas botas cómodas, de taco bajo. Nunca sabe cuando hay que moverse con agilidad, pero quizá ese sea uno de esos días.

El infierno empieza cuando su Fiat Palio asoma la nariz afuera del garaje. La puerta del acompañante se abre, así como las dos de atrás, y antes de que pueda darse cuenta, ya son cuatro en el auto. La frase termina de redondear el violento deja vu, y el recuerdo de la vez que la secuestraron le pega como un látigo.

-Manejá.

A su lado, el amante de Verónica, con sendas vendas en la cara, y una mueca de sadismo. La vista de Mariana va hacia abajo, y ve la pistola que el tipo sostiene con un cierto temblor. Más abajo, una bota de yeso, recubriendo el pie que ella aplastó la noche anterior.

-Nena, movete, que no tenemos todo el día.

Ella acelera, pero con cuidado. Le tiene más miedo al miedo del patovica, que al propio.

-Que no se te vaya a escapar un tiro, ¿eh?

El patovica no contesta, y es uno de los de atrás el que decide participar.

-Che, Ramón, ¿esta piba es la que te dejó así?

-¡Callate, boludo! Sin nombres.

No sabe si alegrarse o llorar de impotencia. “Sin nombres”. El tipo es tan estúpido que piensa que ella no podrá identificarlo. En el mejor de los casos, implica que la van a dejar ir. Eso, y que no podrá llegar antes de que Nicolás se case con la puta.

-Vamos a dar un paseíto. Serán un par de horas, nada más. Para que no se te ocurra arruinar ningún casamiento. ¿Entendés?

¡Dios! Peor que estar en manos de un loco, es estar en manos de un imbécil, y el tipo sin duda tuvo un bonzo de cerebro al nacer. Los nudillos se le ponen blancos de tanto apretar el volante.

Tranqui, Mariana. Tranqui. Tenés que salir de esta.

Pero no es tan fácil, y el reloj del auto sigue corriendo.

Dios, Dios, por favor, prometo ser mansa de ahora en más, pero dame una mano. Una sola. Una chiquita. Tengo que parar ese casamiento.

Pero Dios no se hace cargo, y aunque el patovica apoyó la pistola en su regazo, sería una estupidez intentar cualquier cosa.

Han llegado a la Avenida Lugones, y es poco el tránsito que va hacia el norte. La masa entra a Buenos Aires, y ella, al percatarse, se resigna. Aunque diera vuelta ya mismo, sería imposible llegar al registro civil a tiempo.

-Si te quisiera mansa, te hubiera hecho oveja.

La voz resuena fuerte en su cabeza, y ella tiene la certeza de que ninguno de los matones ha sido quien habló. Toda la vida le han dicho loca, pero nunca, como hasta ahora, ella tuvo la certeza de estarlo. Escuchar voces es gravísimo.

Y de golpe, todo tiene sentido. El mundo, en un giro perfecto y perverso, o no, le regla la ironía más fina del mundo. Fina como el filo de una espada, y mil veces más peligrosa.

El BMW la ha superado por la mano izquierda, a velocidad media, la suficiente para que ella viera las caras de sus ocupantes. Y no son otros que sus amigos de la situación anterior, los que la secuestraron hace unos meses, y que ella llevó al departamento de Nicolás, el cual desvalijaron.

Sacude la cabeza con incredulidad, y no es consciente, o tal vez sí, de que su mano derecha pone tercera, y el auto sale disparado hacia la puerta del BMW.

-¡Qué hacés, pelotuda!

El patovica tira el arma al suelo, y se cubre la cara como si estuviera protegiendo un hijo recién nacido. Es sabio en su cobardía, porque el impacto lo estrella contra el parabrisas.

En unos segundos, todo ha terminado, y el silencio es total. Pero solo es un segundo.

El patovica la toma del cuello, y con la otra mano, le pega una trompada en el pómulo, sacudiéndole hasta el talón. Ella alcanza a ver cómo la mano se alza nuevamente, pero es la ventana del acompañante la que estalla esta vez, y puede ver la culata de una pistola, de otra pistola, golpeando repetidas veces la cabeza del amante de la puta.

La pelea es rápida y desigual. Los ladrones de autos son sádicos y eficaces, y en menos de quince segundos los tres matones son pulpas de sangre en el asfalto.

-Vos. Vos de nuevo-dice uno de los ladrones.

El ojo de Mariana ha empezado a latir al ritmo del regetón que aún suena en el BMW, ritmo menor, mucho menor al de su corazón.

-A estos no los conocemos-dice señalando a los matones, mientras otro ladrón les apunta con una escopeta recortada-.

-No, esto es otra cosa- dice Mariana, mientras empieza a temblar de forma descontrolada.

-Pará, pará. Tranquila. Ya está.

Pero no, ella sabe que nada está. Que todo ha terminado. En muchos sentidos. En todos.

-Contame-dice el ladrón.

Y ella le cuenta, una historia larguísima, que ella, a fuerza de haberla pensado un millón de veces, es capaz de resumir en veinte segundos. Una historia triste.

-Andá, agarrá tu auto y andá. Apurate. Por ahí llegás.

Mariana asiente, y como un robot se dirige a su auto, pero cada paso es una sacudida interminable de temblores.

-Capo, esta no puede manejar.

El Capo recibe la obviedad con pesar, y medita. Y es otra historia la que viene a su cabeza, una que no vale la pena contar, no ahora, al menos, pero que involucra una mujer y otro hombre. Y algunos corazones. Rotos.

-Meteoro, vos llevála en el BM.

Meteoro no tiene más de dieciséis años, y sonríe.

-¿Quemando gomas?

-Quemando gomas-dice el Capo.

No hay despedida, sino un simple gesto de cariño, mientras el Capo ata el cinturón de Mariana.

-No la mates. Y que no te agarre la cana.

Son demasiadas cosas las que ocurren, y las que ocurrirán, y que Mariana nunca sabrá. Por ejemplo, que el BMW será el último auto que Meteoro robe, y que seis meses después, partirá a Europa a competir en Fórmula 3. Que seis años después, Meteoro será el primer corredor argentino de F1 en más de 20 años. Y que Meteoro, siempre que esté en problemas, en una situación difícil, en el medio de una carrera, recordará ese trayecto de Lugones al registro civil de Uruguay, en hora pico.

Mariana tampoco sabrán que en Alemania, un año después, ingenieros de la fábrica de BMW analizarán compendio de videos de seguridad, en el que un automóvil diseñado y fabricado por ellos, realizó maniobras que desafiaban todas las leyes vigentes, incluida la de la gravedad.

Mariana tampoco sabrá qué pasó con el Capo, o tal vez sí, hay historias que tienden a cruzarse en la vida, y quien sabe si la última palabra había sido dicha.

Lo único que Mariana sabrá, es que en menos tiempo del físicamente posible, grandes distancias habían sido reducidas a pasos, y que en segundos, ella caminaba, aún temblando, por los pasillos del registro civil.

La gente venía en sentido contrario a ella, y el zumbido de sus propios oídos le impedía escuchar lo que decían, pero creía ver caras de asombro.

Sabía que su caminata era inútil. El reloj de pared marcaba las once treinta, y el casamiento ya habría terminado. Aún podría decirle a Nicolás que había cometido un error, un error tan grande como el de ella misma, meses antes, pero no serviría de nada. Y hasta dudaba de sí hacerlo o no. En ese segundo, la vida había perdido gran parte de su sentido.

-Un pelotudo. Un pendejo pelotudo. Se merece la golpiza.

Por alguna razón las palabras perforaron el zumbido, empezaron a rebotar en su cerebro. Se dio vuelta, y vio un hombre mayor, cuya mano estaba cubierta de sangre. Le pareció raro.

Llegó hasta la sala en la que la ceremonia se había llevado a cabo, y entró. Estaba vacía. Casi totalmente.

Sentado en una silla, con la nariz, la boca y la camisa cubierta de sangre, Nicolás la miraba, sonriendo.

-Pensé que podía. Pensé que podía, y no pude. Te extraño-dijo Nicolás.

Mariana empezó a reírse, y el dolor le recordó que ella misma había recibido una tunda parecida a la de Nicolás.

-Me alegro que no hayas podido, Nico-dijo Mariana, mientras lo besaba.

Y hubo perdices que lamentaron ese final.

jueves, 2 de junio de 2011

Siempre es Difícil

El último día de cualquier cosa, siempre es difícil.

Dejé casi tres años en esta oficina, y en algún momento, casi sin darme cuenta, empecé a quererla.

Llegué por el diario, con un currículum de una hoja, escrito con grandes palabras y ninguna verdad. El dueño, Gutiérrez, me miró a los ojos, y creyendo ver futuro donde no había presente, me contrató.

No éramos muchos. Gutiérrez, sus dos hijas, el yerno, dos de contabilidad, y yo, el cadete.

Llevarse mal con Gutiérrez era imposible. Le gustaba el fútbol, y a los tres meses yo me había convertido en el goleador de su equipo, al que me había llevado a jugar entusiasmado por mi pasado en las inferiores de Quilmes. Le gustaban los tipos frontales, y su yerno era abogado, lo cual descartaba cualquier posibilidad de llevarse bien con él. Había querido un hijo, y el que tuvo, había muerto a los cuatro años, en un accidente de tránsito, junto con su esposa.

Las hijas de Gutiérrez eran aún mejores. La mayor había tenido la desgracia de casarse con el abogado, y todos en la oficina sabíamos que el lamento era diario. No faltaba mucho para que se separaran, y todos seríamos más felices cuando lo hicieran.

La menor, Alejandra, con diecinueve recién cumplidos, no tardó en empezar a salir conmigo.

En menos de dos años, yo ya manejaba el departamento administrativo y financiero de la pequeña empresa, y con Alejandra estábamos pensando en vivir juntos.

Las cosas iban bien, y temprano en mi vida, había decidido que ese sería mi entorno para siempre.

Pero nada más fácil que revolver aguas tranquilas, y es allí dónde la cola del diablo es devastadora.

Todo se desencadenó en un plazo de tres meses. Primero el divorcio de la hija mayor: he visto hienas con actitudes más moderadas. Cartas documento, golpes, causas penales y una declaración de guerra santa, de por vida. Y eso fue lo manso. Después, Alejandra, y su encandilamiento con el actorcito ese. Finalmente, la oferta de compra de la empresa a Gutiérrez, la que para sorpresa de todos, aceptó.

Y hoy Gutiérrez ha cobrado una fortuna, comprometiéndose a pagarme una generosa suma, ya que no estoy en los planes del nuevo dueño. Nunca me interesó el dinero, pero hoy, a la luz de cómo están las cosas, no puedo descartarlo.

Lo demás, lo demás es anécdota, una que sin duda recordaré con nostalgia en los años que vengan.

El compuesto lo armé con distintas cosas compradas en Internet, con la tarjeta del abogado. En la casa del mismo están ya los elementos que probarán que ahí es dónde fue preparado

La suma cobrada por Gutiérrez por la venta de la empresa, ya pasó también por la cuenta del abogado, después de partir hacia tres paraísos fiscales, a otras cuentas que creé hace unos meses. Nunca me interesó el dinero, y sin darme cuenta, soy millonario.

Sostengo la mano de Alejandra mientras la veo exhalar el último suspiro, y yo mismo empiezo a cerrar los ojos. La cantidad de veneno que tomé me está haciendo efecto, y serán necesarios varios días de cuidados intensivos para que me recupere. Los demás, que han ingerido porciones mucho más abundantes, no tendrán la misma suerte.

Muchos dirán que todo salió bien, pero se equivocan. Siempre es difícil cuando algo se termina, y voy a extrañar lo que pudo ser, y no fue.