jueves, 20 de enero de 2011

Si Tengo Un Corazón

Si tengo un corazón. Y estaba roto.

Cuando pensé que nada podía empeorar el dolor, llegó la humillación. Las revistas de actualidad, los programas amarillistas, las radios pedorras, y hasta Twitter, con hashtags como #LoliLaCornuda, terminaron de destruirme.

Cada foto de Martín y la Perra lastimaba como mordida de piraña. Una imagen vale más que mil palabras, pero por cada imagen (y había muchas) escribían también un montón de pavadas.

Por primera vez en mi vida me cagué en los desfiles, las presentaciones, las fotos, y me fui a la mierda. Agarré la moto de Martín –si, esa que yo le regalé- y gané la Panamericana a casi doscientos por hora. Dicen que las mujeres no sabemos manejar motos. Dicen tantas boludeces.

Las lágrimas no me dejaban ver bien y debo haber estado a punto de matarme más de una vez, pero no iba a permitir que ese hijo de puta se llevara también mi vida.

Solo una vez, a la altura de Gualeguaychú, me detuvo un policía por exceso de velocidad. Por reflejo y porque no tenía ganas de estar parada mucho tiempo, hice el show del casco y la rubia sacudiendo pelos y tetas al viento. En menos de cinco minutos había retomado la velocidad crucero.

Dormí en Porto Alegre y mi alma no era lo único destrozado. Me dolía cada músculo del cuerpo, que por más entrenado que esté, siente el trajín y la tensión de siete horas a ciento cincuenta promedio.

Casi llegando a Praia Brava, a dónde de manera inconsciente mi manejo me había llevado, sucedió. Tomé un desvío imprevisto, y empecé a adentrarme en un morro. La vegetación era cada vez más densa y la moto, preparada para volar en las rutas, se me hacía pesada, pesadísima. Me caí.

La víbora saltó de la nada hacia mi cuello. El machete rebanando su cabeza fue lo último que vi antes de desmayarme.

La choza estaba fresca, y él me sirvió un jugo espeso y tan dulce que ninguna de mis compañeras modelos se animaría a oler sin vomitar segundos después. De su cintura colgaba el mismo machete con que mató a la víbora.

Al anochecer me acerqué a la entrada. El dormitaba junto a unas brasas que morían. Me acurruqué a su lado.

No he tenido aún mejor sexo que aquel.

A la mañana siguiente, y siempre en silencio me tomó de la mano y me llevó selva adentro, hacia otra choza. Muñecos de barro colgaban de las paredes, y pude reconocer las figuras de Martín y la perra. Tomados de la mano. Supe con toda certeza que sus vidas me pertenecían, pero al mismo tiempo sentí que el resentimiento había sido lavado. Por completo. O casi.

Tomé con aprensión la figura de Martín, y casi sin querer apreté el dedo meñique de su mano izquierda. Se quebró, y aunque no fue mi intención, la última gota de revancha se había ido. Estaba curada.

El manejaba la moto con la misma maestría con que me había manejado a mi, y en menos de una hora estábamos en el aeropuerto de Florianópolis. El beso de despedida me mantiene caliente en noches frías. Espero que él me recuerde por algo más que la moto que le regalé.

Los mismos periodistas que me habían perseguido durante días, desde que se había conocido la noticia de la infidelidad de Martín me esperaban en Ezeiza. Siempre hay algún imbécil con un celular, y todos sabían de mi llegada.

No me importó.

Mientras mi agente – también estaba- me subía a un auto, pude ver a Martín rodeado por periodistas, y sosteniendo un enorme ramo de rosas con su mano derecha. Luchaba por avanzar pero se le hacía imposible entre la marejada de micrófonos. Nuestros ojos se cruzaron y aunque supe que sus lágrimas eran genuinas, tampoco me importó.

Su mano izquierda enyesada me llevó a la magia de una noche imposible, y al recuerdo de quien me curó de formas que solo el tiempo me ayudarían a entender.

Nunca supe su nombre.

viernes, 14 de enero de 2011

Mi Mamá Me Droga

Dos semanas sin dormir, aviones, comida que motivaría que mi perro me mate en un ataque de odio y demás enseres, me habían dejado al borde de la ruina física, psicológica y espiritual.

El resfrío había dejado mi cuerpo como si Bruce Lee me hubiera hecho bajar las escaleras del subte D a patadas, y después, ya estando tirado en el piso, cuatro mil bancarios me hubieran pisoteado mientras hablaban de la última película de Julia Roberts (la que me negué a ver en el avión).

En líneas generales, estaba a un metro de pasar a mejor vida. Cualquier vida hubiera sido mejor que esa.

Todo el periplo había tenido un fin laboral, así que había estado salpicado de tensión, y en un idioma tan antiguo como extraño, del cual solo alcancé a entender la palabra “no”, y tampoco estoy tan seguro.

Para mejorar aún más las cosas, la temperatura se mantenía constante en números, pero no en medidas. O sea, donde antes había Fahrenheit, ahora había Celsius, lo que implicaba un cambio de alrededor de treinta y cinco grados en poco más de un día.

El suicidio estaba descartado pero solo porque implicaba acortar un proceso que ya se había iniciado solo, y parecía una solución demasiado facilista. A lo simple es a lo único a lo que le he escapado siempre.

Descartadas todas las opciones no queda más que volver a las bases, y eso en mi caso es siempre mi mamá.

Un tipo grande, maduro, casado y con hijos, que recurra a “su mamá”, no deja de ser patético. Seré patético cualquier día de la semana, y todos.

Mi mamá no solo me ha parido, sino que en algún momento incluso trató de educarme. Fracasó, y me lo hace notar en todo momento que puede. Sin embargo, aún así, sigue cuidándome y resolviéndome algún que otro problema.

Me vio la cara y no hizo falta que le explique demasiado. Me preguntó por mi viaje y después de escuchar algunas cosas graciosas que me habían pasado, me dijo simplemente “no te veo con buena cara”. Conociéndola, la lectura era “fue un gusto haberte conocido”.

Hablamos un poco más, y cuando me iba, se limitó a poner en mi mano una pequeña pastilla. Chiquitita y de apariencia inofensiva. “Tomatela antes de dormir”.

Casi me río. “Dormir” era una palabra que había eliminado de mi vocabulario hacía ya semanas, y no pensé que podía tener el mismo significado para mi que para el resto de los mortales. Le agradecí y me fui.

Una vez ya en mi propia casa, la inmensa alegría que mi vuelta había provocado se había desvanecido casi con la misma rapidez, y cada referencia a mi “estado de ánimo volátil” no hacía otra cosa que empeorar mi humor.

Me fui a la cama a eso de las diez, sin ningún tipo de esperanza, y con el único objetivo de cambiar un poco de posición. En mi mesa de luz, y de alguna forma misteriosa, estaba la pastillita que mi mamá me había dado. Decía Ribotril.

Yo jamás había tomado ese tipo de cosas, pero para que algo cambie, algo debe cambiar, decía Einstein, así, que con un traguito de agua de la canilla me la mandé, mientras veía un capítulo viejo de Two and a Half Men.

La noche cambió en día, y de golpe eran las diez de la mañana. De hoy. Chau resfrío y chau cansancio. Hola buen humor. El mismo sol que ayer odiaba, hoy es amigo mío, y las risas de la gente son mis risas.

Y solo puedo pensar en que la vieja frase “mi mamá me ama, mi mamá me mima”, se completa ahora con “mi mamá me droga”.

Y cuanto se lo agradezco.

sábado, 8 de enero de 2011

Me Importa Un Pito

A velocidad crucero y a diez mil pies de altura. Vuelo largo. Solo dos personas despiertas, el que maneja y yo. Una, quizás, si el piloto autómático es el que funciona. Ipod y Marillion: Missplaced Childhood.

Hay momentos que son tan buenos para escribir, que no hacerlo sería estúpido. Casi tanto como hacerlo a toda costa. Y acá vamos.

El escenario era un avión, y por una de esas raras cadenas de milagros, en clase ejecutiva. Las películas las había visto todas, cortesía del kiosko de la esquina que las estrena dos días antes o dos días después que Hollywood, por lo general antes.

Había tratado de dormir, pero el pequeño bastardo no paraba de gritar. No hablo de un bebé, de esos que tienen todo el derecho del mundo a berrear en un avión. ¡Carajo!, yo lo haría a veces si pudiera. Pero no. Hablo de uno de esos pendejos de cinco años que harían que valga la pena el desplome del avión, aún yendo uno mismo una fila atrás.

El chico tenía uno de esas PlayStation portátiles, que usaba a TODO volumen, en uno de esos juegos en los que TODOS gritan hasta después de muertos. Especialmente después de muertos. La tortura duró veinte minutos, hasta que alguien tuvo la valentía de pedirle a la azafata que solucionara la situación. Ni la madre ni el chico estuvieron contentos conmigo. El padre siseó. Un poco más abajo aclaro esto.

El chico decidió que si no podía jugar a su manera, no lo haría de ninguna otra, nunca más, cosa que refrendó reventando el aparato contra el suelo y saltándole encima siete veces, por si quedaba alguna duda. Lo últimos zombies murieron aplastados.

Pero ni los hijos nacen de los árboles, ni las manzanas caen lejos de ellos. Las razones de lo que en un futuro sería un gran neurótico iban custodiando al chico, y a diferencia de él, habían dejado de ser promesa. Eran imbéciles en acto puro y potencia elevadísima.

La madre tenía todos los rasgos de carácter de mierda, y una vocecita que hubiera hecho explotar una por una las ventanas del avión, si no fueran de plástico. El padre, por el contrario, parecía el típico personaje sometido por un carácter dominante. Esta impresión duraba –o duró- menos de diez segundos. Resulta que el tipo tenía la necesidad de discutir todas y cada una de las cosas que su mujer sugería, decía, ordenaba o suplicaba. El tono del tipo no era agudo, y esto hay que agradecerlo, sino “siseante”, a lo víbora de Aquel Que No Debe Ser Nombrado.

De esos padres, ese hijo, que finalmente se durmió.

Madurar en mi cabeza la historia me llevó unos veinte minutos. Pensar en los detalles, imaginar profesiones y entornos, sueños y anhelos y la forma en la que morirían no me tomó más que eso. El silencio era absoluto, como la oscuridad. No podía pedir un mejor escenario. No existía.

Me paré con cuidado y procurando no hacer ruido, pero fue un acto reflejo, nada que surgiera de una necesidad imperiosa de devolver favores a la familia Addams, o al resto de los pasajeros, que habían estado muy poco solidarios en mi cruzada contra el hijo de Satán, Satán y la mujer de Satán.

Prendí mi computadora, y apenas apareció el reflejo de la manzanita, vi como la cabeza del niño asomaba del asiento de adelante. Me miró con una sonrisa que al principio interpreté como inocente, quizás amistosa. Digo al principio, porque en menos de dos segundos había cambiado a un rictus vengativo y sangriento. No exagero.

Después de amenazarme sin decir palabra, metió su inmunda melena (tenía una colita rutera) entre los asientos. Me preparé para lo peor, que empezó a llegar de inmediato.

Pito (se llamaba Felipe, le decían Felipito, y yo ya había decidido acortar aún más el nombre de forma de ridiculizarlo aunque fuera en mi cabeza), Pito se movía como si lo estuvieran cociendo a fuego lento, y con frecuencia cada vez mayor emitía una especie de grititos. Y cada vez más fuertes.

Mamá Pito fue la primera alarmada, que por supuesto antes de pensar que podía ser un sueño y nada más, decidió despertar a Papá Pito para una interconsulta.

Yo había empezado a anotar cosas aisladas en mi computadora, intuyendo que no tendría demasiado tiempo, No tenía lógica, dado que faltaban aún varias horas de vuelo. Pero sin darme cuenta estaba sopesando el factor Pito.

Resumiendo, Pito había soñado con una luz que lo asustaba, y habiendo sido despertado pese al mito popular de que no hay que despertar a los que duermen, tenía miedo del resplandor que salía de mi computadora.

Apenas escuché esto, supe por donde vendrían los problemas, y a modo de escudo, agarré mis auriculares blancos y puse una canción al azar. Cayó una de Phil Collins, I Wish it Would Rain Down. Fuera del avión empezó a llover.

La angustia de Pito por la luz mala (de mi computadora) despertó a dos personas más, y acercó a una azafata. Phil Collins le había dejado su lugar a Plain White T’s (Every Second Counts), pero era cada vez más difícil ignorar la presión. Tenía la sensación de estar escribiendo con un arma biológica en el medio de las Naciones Unidas.

Toc toc.

-Señor, disculpe que lo moleste, pero es tarde, y su computadora está molestando a algunos pasajeros. Le ruego que la guarde.

No me importaba la estúpida venganza de Pito, ni la humillación de tener que guardar la computadora como si fuera un criminal. Tampoco la falta de justicia, o que se decidiera cortar el hilo por lo más fino, que era cualquier cosa que estuviera por debajo de Pito, exceptuando al piloto (solo a uno). No, lo que me importaba era el cuento que se me había ido. Ya tenía la sensación de pérdida, de eso que viene con vos solo durante unos segundos, y lo agarrás o se va. Y Pito había hecho que se me fuera. Me lo había robado.

-Señor, ¿me escuchó?

Save Me (Queen) sonaba cuando me saqué los auriculares y miré estúpidamente a la azafata. ¿Cómo podía explicarle lo que había hecho Pito? Está bien, quizás no fuera tan dramático para la mayoría de la gente, incluso para escritores que entendieran el conflicto en su total dimensión. Pero para mi era la muerte, era la salida de un bloqueo que había durado meses, y si no era la salida –porque Pito la cerraba- era caer aún más profundo.

Pito sollozaba pero cada vez menos. Estaba empezando a cumplir su parte del pacto tácito que se había hecho entre él y el resto del mundo, contra mi. No había sido pronunciada una palabra al respecto, pero si me hacían apagar la computadora, él se comportaría, y como bono complementario, mantendría a sus padres en regla. Era una situación en la que todos ganaban.

Apoyé mi mano en la parte superior de la computadora, dispuesto a cerrarla. Era una derrota que me costaría meses de retroceso. Quizás años. Vi el reproductor de música. “Una Estate Italiana. Gianna Nannini. The Greatest Collection”. No tuve la intención inmediata de desafiar a la azafata, o al resto del pasaje, ni a Pito, solo de escuchar la canción. Me puse los auriculares y llegué a la quinta o sexta nota (empieza con un solo de guitarra). Empecé a cantar. Ojos cerrados.

Seguí así hasta el estribillo, momento en que abrí los ojos. No había nadie de toda la clase ejecutiva que no me estuviera mirando, pero yo solo veía a Pito. En ese momento había decidido seguir con la computadora prendida hasta que se acabaran las pilas –cosa que no ocurriría nunca, dado que la había enchufado- o me la hicieran apagar a golpes. Pero la mirada que le di a Pito no fue de odio, dureza o siquiera firmeza, sino de alegría. La canción me había devuelto la historia, y no había Pito en la tierra y mucho menos ahí en el cielo que me hiciera apagar la computadora y olvidarme del cuento.

El resto ya lo saben. “Pito en el Cielo” fue mi primer best seller, y la película la vieron todos, o la mitad pero dos veces. Pito en el Cielo me permitió dejar esa lucrativa profesión de aquello que hacía antes, y pasar a mendigar con esta de escritor, porque best seller o no, película, Oscar o Juan, la plata no está acá.

¿Pero saben qué? Con una mano en el corazón, me importa un pito.

lunes, 3 de enero de 2011

La Noche Más Dura

"Compuse" La Noche Más Dura hace más de veinte años. La grabamos en la cocina de un boliche de la calle Corrientes, a las 4 de la mañana de un martes, poniendo cartones en los techos para amortiguar el eco de la batería. Nos tomó dos botellas de Criadores que quedara gauchita, y una tercera que el solo no pareciera tocado por un manco.

De alguna forma misteriosa llegó a la radio. A TODA la radio. La pasaban desde temprano y hasta que la gente se hartaba, cosa que pasaban los meses y no parecía ocurrir.

Eramos chicos, pero el éxito no nos tomó desprevenidos. Nos manejó un tipo piola, y sobre todo honesto, que nos hizo firmar los mejores contratos que podía, dentro de nuestras limitaciones. Hubiéramos podido ser grandes, si tan solo hubiéramos sido mediocres. Pero éramos malos. Muy.

Los recitales se limitaban a un largo preludio de distorsión y abucheos, hasta que los primeros acordes de La Noche Más Dura empezaban a sonar. El punteíto de la guitarra actuaba de bálsamo para los energúmenos más enceguecidos, que minutos antes pedían nuestra cabeza, y durante cinco minutos el mundo parecía girar al ritmo de mi canción. Pero cinco minutos es contar hasta trescientos, y antes de llegar a tres cincuenta, el infierno se desataba de nuevo y duraba hasta el último bis, que no tengo que decir cual era.

Pero nos divertimos, y ganamos plata. Ninguno de nosotros era talentoso, y ni siquiera podríamos decir que músico, así que el milagro fue aún mayor. Con la plata empezamos negocios y carreras que no nos hicieron ricos pero si felices. Por sobre todo, La Noche Más Dura nos hizo amigos. Hermanos.

La pregunta que me han hecho todos estos años, y aún me hacen, es en qué me inspiré para componerla. Nunca la contesté.

En nuestros cuarenta la vida parece menos generosa, pero así y todo la queremos. Y nos prueba.

Martín tiene ocho años y es hijo del bajista, si es que alguien puede ser llamado así por el solo hecho de haber conseguido un bajo prestado de un amigo, para grabar una canción en la cocina de un restaurante. Pero no es lo importante. No. Lo importante es que Martín se muere.

Necesita un transplante, y el transplante necesita plata. Mucha y de la que no tenemos. Ni vimos nunca. Yo tengo dos hijos, y Martín es como si fuera el tercero. Hay tristezas que no pueden explicarse con palabras.

Y hago algo que hice solo una vez, hace veinte o más años. Manejo hasta la Ciudad Universitaria, a orillas del Río de la Plata, en una noche con frío y lluvia. Me desnudo por completo, y camino por la costa del río hasta que dejo de hacer pie.

Y nado. Río adentro y río revuelto, nado. Como cuando tenía veinte años, y estaba asustado por la vida, por lo que venía, y por lo que tendría que enfrentar. Por las ganas que sentía y el talento que sabía no tenía. Nunca lo conté porque sin contexto las acciones estúpidas son aún más estúpidas. Y esa lo era, como lo es esta ahora.

Nado por Martín y nado por el milagro, y es un milagro que logre volver, como lo logré aquella noche. Temblando llego a mi auto, y como aquella vez, hay una hoja en el asiento del acompañante. Pero esta vez no está escrita con mi letra, y no es una canción. Solo números. Quizás un teléfono, aunque no puedo adivinar de dónde. Son muchos números.

No hablo inglés, y él solo puede decir Buenas Noches en español. Y hablamos durante horas sobre una canción que misteriosamente había aparecido en mi auto décadas atrás, y de un chico que se moría.

Lo demás es historia conocida. De cómo la banda irlandesa grabó por única vez en la historia un tema que no habían compuesto, y en español. De cómo los derechos sirvieron para salvarle la vida al hijo de un bajista que nunca supo tocar el bajo, y la yapa de como cuatro adolescentes de cuarenta y tanto tocaron con los míticos músicos en el estadio de Wembley. Y se divirtieron.

Creer o reventar. En mi caso, antes de reventar, nadar.