jueves, 26 de enero de 2012

Plan B

Toda la vida fui prolijo. Prolijo y cagón. Prolijo, cagón y consecuente. En la muerte no habría de ser menos.

La depresión era enorme, y el psiquiatra que me veía tres veces por semana, me hacía idéntico número de recetas. Así durante un mes. Yo nunca creí en las drogas, así que no tomaba nada, y acumulaba papelitos. Con la decisión, fue solo cuestión de visitar doce farmacias hasta munirme de una cantidad industrial de quién sabe qué cosa.

Estaba podrido de ver series de televisión en las que médicos de ambos sexos (que serían modelos en cualquier parte del mundo), hacían lavajes de estómago, salvándole la vida así a gente que, como yo, tenía otras ideas. No quería que eso pasara conmigo, así que necesitaba un plan B, por las dudas.

Por una infinidad de razones, la cosa tenía que pasar en el baño. Cualquier otro lugar no hubiera sido higiénico, y odio la suciedad. Y por otra parte, era la única forma de amortizar el hidromasaje que había costado una fortuna, y había sido usado solo una vez.

Nunca voy a entender por qué me dejó Andrea.

Una alternativa a los calmantes era directamente la vieja y querida tostadora en la bañadera. Clásico, y en las películas no hay nadie que se salve de eso. El problema es que seguramente dolería, y no soy muy proclive al sufrimiento físico. En el espiritual ya estoy curtido.

No estuve a punto de hacerme millonario por carecer de ideas, y fue así que se me ocurrió el brillante Plan B.

Rebané una vela que Andrea había comprado para algún romántico momento (de esos que no volverían), y la puse en el costado de la bañadera. De la tostadora saqué el cable, y pelé una de las puntas, poniéndola arriba de la vela. La encendí, enchufé el cable, y tomé todo lo que pude tomar.

El agua está a la temperatura ideal.

Andrea y la puta que te parió. De todos los tipos con los que me podrías haber engañado, ¿tenía que ser justo con Martín?

Martín era mi socio, hasta más o menos ahora. Y los dos se fueron a Estados Unidos. A mis espaldas. A cagarme.

Mientras me voy quedando dormido, pienso en la brillantez de mi plan. El momento en que las drogas hagan su efecto, la vela se habrá consumido, y el golpe de la electricidad será mortal e indoloro. Debería haber patentado el sistema.

He inventado infinidad de cosas, y cada una de ellas tiene su patente correspondiente. No he podido vender ninguna de las patentes, pero el mecanismo que permitía que los ciegos manejaran tenía grandes perspectivas. Creo que hubiera podido pegarla con eso, pero me cansé de esperar el llamado de alguna automotriz.

El teléfono no para de sonar. Contestador.

-Hola, mi amor, atendé. Es importante. ¡Tenemos una sorpresa para vos!

Morirme escuchando su infidelidad me mataría. Gracias a Dios no tengo ni fuerzas para levantarme. Es todo silencio ahora, y solo se escuchan los latidos de mi corazón. Cada vez más espaciados.

-Atendé. En serio. Dale. Daleeeeee.

Es sadismo en estado puro lo de Andrea. No puedo odiarla más.

Mi corazón ya no late, y la muerte viene con una certeza: no duele.

-Mi amor, bueno, te lo decimos por acá. Vinimos a Estados Unidos a vender la patente del auto para ciegos. ¡Y la compraron! No te quisimos decir nada porque ya sabés como te ponés, como te pega la ansiedad, pero ya está. Sos millonario. Sos…

Eso es lo último que alcanzo a escuchar. Estoy más preocupado por la luz que se me acerca, y extiendo una mano para tocarla. ¿Y saben qué? Duele. Duele como nada nunca en la vida me dolió.

Abro los ojos y veo mi cuerpo estremecerse como si estuviera en la silla eléctrica, y me doy cuenta de que es en un lugar mucho peor donde estoy.

La vela terminó de derretirse, y el cable pelado está viboreando en el medio del agua, como una serpiente eléctrica.

Lo que era silencio se rompe con un grito que revienta mis propios tímpanos, y luego de interminables convulsiones, salgo despedido de la bañadera.

Mi cadera choca contra el inodoro, y siento el crack del hueso al astillarse. La sangre riega el piso del baño. Fractura expuesta.

Sigo convulsionando como si tuviera el cable de 220 en el medio del culo, y mis dientes dan contra el marco de la puerta, partiéndose como si fueran de cartón. Pero duelen como si fueran de vidrio.

Pero la electricidad se va, y el alivio empieza a llegar nuevamente. Las drogas son poderosas, y las tomé todas.

Arrastrarme hasta el teléfono con la cadera fracturada es el equivalente a frotar huesos, cartílagos y tendones destrozados contra una puerta: es contra la puerta donde están trabados, pero no me importa. Avanzo y siento como el daño se sigue produciendo.

Llego al aparato justo cuando empieza a sonar nuevamente.

-Mi amor, ¿escuchaste los mensajes?

-Llamá al 911. ¡Ya!-le digo antes de caer desmayado.

Y ruego que esos doctores que lavan panzas, tengan la oportunidad de lavar la mía con éxito.

7 comentarios:

  1. Subestimaría cualquier cosa en este mundo, menos a la mente del hombre. Sin esa psicosis y paranoia constante el cuento hubiera sido otro.
    Deluxe, caballero.

    Abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Increíblemente excelente no esperaba menos &

    ResponderEliminar
  3. Prefiero ser sincero que adulador... me atrapó el cuento, quizás tiene poco suspenso al principio, y la parte de acción se desencadena muy rápido. El final para mí era muy previsible desde el momento del llamado.

    ResponderEliminar
  4. Miedo a Morir pobre, pobre se muere...

    ResponderEliminar
  5. Lavajes de panza que debieran ser de cabeza. Resets mentales cubiertos por obra social. Ahí si que se cagarían de hambre médicos, psicólogos, psiquiatras y dealers.

    Escribís lindo Marcos.

    ResponderEliminar