martes, 17 de mayo de 2011

Verónica

Es parte de la historia de "Mariana y Nicolás". Es bueno leer Querida Mariana, Querido Nicolás, La Cola, Blancanieves y Furia, para entender bien de qué se trata.

Sudorosos, agitados, temblando. Fuman.

Así están los dos, después de una sesión maratónica de sexo, que incluyó tanto posiciones eclesiásticas, como numéricas. En abundancia.

-Así que esta es la despedida-dice Ramón, con una sonrisa burlona.

-¿Estás en pedo? Tratá de alejarte de mí, y vas a ver lo que te pasa-contesta Verónica con furia en los ojos.

-Pero te casás mañana.

-Sí. No me hagás acordar. Las cosas que tengo que hacer para que Papi me siga bancando.

-¿Y el gil?

-No le digás así. Nicolás es bueno. Y Papi lo quiere.

“Papi” es dueño de una docena de carnicerías por provincia. Todas, excepto Córdoba. Tiene más plata que varios de los Rolling Stones, y una hija con una vida más disipada que todos ellos juntos, Verónica. Y Papi ha decidido que Verónica siente cabeza.

-¿Y cómo vamos a seguir, después que te cases?

-Igual que hasta ahora. Acostándonos cuando yo quiera, mientras Nicolás trata de arreglar el mundo escribiendo verdades que a nadie le interesan, y Papi trata de llevarlo a trabajar a la carnicería.

Porque Verónica, sigue llamando al negocio “la carnicería”, a pesar de que Papi exporte el 24% de la carne del país. Y lo único importante para ella, es que “la carnicería” le permite cambiar el auto cada seis meses, el menor de sus gastos.

Una chicharra anuncia que hay alguien en la entrada, y Verónica, con fastidio, se pone de pie.

-Deben ser los de la agencia de turismo con los pasajes. Andá vistiéndote.

Ramón acepta la orden sin siquiera pensar en ella, mientras Verónica va hacia la puerta.

Lo primero que le llaman la atención son los ojos verdes, que por un extraño efecto le hacen acordar a la caoba. Se han oscurecido delante suyo, y por un segundo tiene miedo. Es solo un segundo.

-Vos sos Mariana, la ex de Nicolás-dice Verónica sin sonreír.

Los ojos verdes la escanean rapidísimo, y siente como si su alma hubiera sido pasada por una picadora de carne. Al mismo tiempo, percibe a Ramón a su espalda, y sabe que Mariana no necesita más que esa imagen para conocer la película completa.

-Verónica-dice Mariana-. Verónica es nombre de puta.

El insulto no la sorprende. Su mente vuela a la velocidad de la luz sobre todas las posibilidades existentes. Ha escuchado hablar de Mariana, y sabe que está loca. Y la súbita aparición en su departamento, en ese momento preciso, en un punto la divierte.

-No te va a creer. Podés decirle lo que quieras, pero Nicolás no te va a creer. Lo tengo domado como a un perrito.

No ha visto moverse las manos de Mariana, y aún así, siente el violento cachetazo que la hace retroceder tres pasos. Es Ramón quien la sostiene para que no se caiga.

Pero Ramón no se limita a eso. Suelta a Verónica, que ya ha recuperado el equilibrio, y avanza hacia Mariana. Los músculos de su brazo izquierdo se tensan como alambres, y toda su experiencia como patovica se pone en práctica mientras agarra del cuello a Mariana, y la empuja contra una pared. Empieza a asfixiarla.

Solo quien ha visto en acción al Demonio de Tasmania podrá entender lo que sucede a continuación. Las manos de Mariana salen disparadas hacia los ojos de Ramón, quien alcanza a tirar su cabeza hacia atrás, y logra protegerlos, pero ya sus uñas están haciéndole surcos profundos en la cara. Casi al mismo tiempo, o antes, quizá, el taco de Mariana martilla los dedos descalzos de Ramón, fracturando al menos cuatro de cinco. Finalmente, la otra rodilla se ha elevado como un resorte, e impacta en la zona pélvica del patovica, que a esa altura ya se encuentra gritando como una niña.

Ramón ha dejado ir a Mariana, y se retuerce en el suelo como la cola de una víbora que recién ha sido cortada, una mano en la entrepierna, y la otra en los dedos del pie. Su cara sangra profusamente, y ha empezado a llorar.

Verónica, la sofisticada reina de la superación, tiene miedo. Si Mariana ha sido capaz de hacer eso con Ramón, qué no hará con ella.

Los ojos de Mariana son rayos láser, y Verónica la ve luchar contra sus deseos de terminar con ella ahí mismo. Y sabe que puede hacerlo.

Pero Mariana se ha dado vuelta, sin siquiera dedicarle una mirada, y va hacia el ascensor. En menos de cinco segundos, ha desaparecido.

Verónica ve la pila de excremento que sigue sacudiéndose en su living, y la patea con desprecio. La vergüenza del casamiento cancelado, la imagen de Papi enfurecido, y la posibilidad del corte de víveres, lo que en un caso extremo hasta incluso podría devenir en que ella, Verónica, tenga que trabajar, son demasiado.

-Pelotudo. Levantate. La mina esta está loca. Hay que pararla.

Termina en Al final, Mariana

miércoles, 11 de mayo de 2011

Furia

Es parte de la historia de "Mariana y Nicolás". Es bueno leer Querida Mariana, Querido Nicolás, La Cola y Blancanieves, para entender de qué se trata. O no, y se entiende igual.

The following takes place between 3 pm. and 3,15 pm.

Las fichas nunca caen de a una, y duelen como piedras.

El policía me hablaba de mi hermana, yo leía el diario ese inmundo, y mi mundo se rompía en más pedazos que Kriptón. Y yo sin nave.

“La Bruja”, le llamaba el policía, y yo jamás podría decirle de otra manera. La trampa, el engaño y la mala leche habían sido cuidadosamente planeados por ella, y supe que no era momento hacer estupideces apuradas. Había que pensar con cuidado los próximos pasos. Lo supe, lo entendí, y como siempre, hice todo lo contrario. Se puede luchar contra la naturaleza, pero nunca contra la propia.

Ponerle nombre y apellido a la situación, postearlo en mi blog y en la redecita nueva esa Topickr, y tuitear los links me tomó menos de dos minutos. Enviarlo por mail a mi papá, un minuto más, y al novio de la Bruja, treinta segundos. El mail a mi papá no tenía por objeto amargarlo, sino que no le diera la plata que ella le había pedido para viajar a Europa. Después de esto, no la tendría jamás.

El policía seguía mirándome mientras yo acababa de contarle al mundo (al mío), lo turra que era mi hermana.

-Mariana, tranquilizate, pensá bien qué querés hacer-me dijo el viejito con una sonrisa nerviosa.

Le estampé un beso en el cachete mientras metía el Ipod en mi bolsillo, y crucé la calle corriendo. Estaba a unas diez cuadras del trabajo de la Bruja, y podría haberlas corrido tranquilamente, pero quería volar.

El taxi se paró justo enfrente mío, y un caballero hasta me abrió la puerta. Me senté.

-¿Qué hacés, nena?

El caballero no resultó ser tal, sino un imbécil con teorías, y la que compartía en ese momento conmigo era que el primero que tocaba el taxi, se lo quedaba.

En otro momento, en otra situación, hubiera tratado de mandarlo a la mierda con delicadeza, o literalmente, de acuerdo a las circunstancias, pero ese no era otro momento. Respiré hondo, tomé control de mi misma, y con toda tranquilidad salí del taxi, le estrellé un cachetazo en la cara, y lo dejé frotándose la mejilla como si esperara que saliera un genio. Mientras el taxi ganaba la avenida lamenté no haberle dado un rodillazo en los huevos, pero todo no se puede.

Traté de llamar a Nicolás desde el auto. ¿Qué le diría? No importa. Nunca pienso qué decir, pero tenía que hablar con él. Me atendió el contestador, pero no dejé mensaje. Ya estaba llegando al colegio de la Bruja.

La Bruja era maestra de primaria. “Era”. Y mientras caminaba por los pasillos iba juntando más y más rabia. Ese colegio era de la madre de una amiga mía, y era yo quien le había conseguido el trabajo.

-Mariana, tu hermana está en la sala de profesoras-escuché que alguien decía, mientras yo seguía corriendo.

Y ahí estaba, nomás. Fumando como un sapo, y hablando de alguna hijaputez con otra conchuda (cualquiera que hablara con ella lo sería). Me miró con sorpresa, y empezaba a sonreír cuando vacié la cafetera que había agarrado de uno de los estantes. No estaba tan caliente (yo la había tomado del vidrio), pero gritaba como si le hubiera tirado lava ardiente.

La oficina de la dueña estaba al lado.

-Mariana, ¿qué está pasando acá?

Teresita, la dueña, es mi segunda madre. No puedo agregar mucho más.

-Echala. Echala, Teresita. Ya. Por favor. Me arruinó la vida.

No lo dije llorando, ni a los gritos, sino con esa calma fría que me posee entre ataque y ataque, cuando estoy en determinado tipo de situaciones. Como esa.

Teresita miró mi mano, y vi que aún sostenía la cafetera de vidrio, y que por algún milagro todavía no se la había estrellado a la Bruja en la cara.

-Mariana-me dijo Teresita como si estuviera negociando con alguien que tuviera una pistola en la mano-, dame esa cafetera. Tranquila, vos podés.

Le dí la cafetera, por supuesto, y lo lamenté al segundo.

-¿Vos estás loca, nena?-preguntaba la Bruja, que había dejado de gritar al entrar Teresita.

Todos la miramos, pero fue Teresita la que habló. Le habló.

-¿Vos, que hacés acá, todavía?

El guardia (también había venido, atraído por los gritos) se la llevó despacito del brazo, mientras empezaba a gritar otra serie de amenazas, que olvidé al segundo de haber escuchado.

Teresita me llevó del brazo a su oficina, y casi mágicamente, puso una tasa de te en mis mano.

-Esta es para tomar, ¿eh?-me dijo, mientras se reía.

Soledad, mi amiga, la hija de Teresita, también era maestra en ese colegio, y antes de que pudiera probar el té, ya me estaba abrazando.

-Contános, Mariana, contános qué pasó.

Y les conté. Todo. La humillación, el dolor, la venganza, y la humillación de nuevo.

-Pero todo puede corregirse. Solo tengo que encontrar a Nicolás. Va a entender. Yo sé que va a entender.

Y yo, que no soy sensible ni a los rayos láser, detecté la mirada.

-¿Qué pasa? Sole, decime qué carajo pasa.

Soledad miró a su Teresita, y esta asintió. Y con más pena de la que debe haber sentido Bambi cuando mataron a su mamá, me dijo las palabras, palabras tan tristes que mi bronca se convirtió en nada.

-Mariana, ¿no sabías? Nicolás se casa. Mañana.

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Ganador Premio Oblogo-Banco Hipotecario 2010

lunes, 9 de mayo de 2011

Blancanieves

Continuación de Querida Mariana, Querido Nicolás y La Cola.

El jueves cumplo años. Sesenta y cinco, cuarenta y dos de los cuales he sido policía. El jueves me retiro, aunque compañeros aún más viejos que yo me han dicho que uno jamás deja de ser policía, por más años que cumpla. En otras palabras, la única forma de abandonar, es dejando de cumplir años.

He visto la maldad, en todas sus formas y fondos, pero nunca como hasta ahora había sido testigo de una historia como esta, la de una ponzoña tan gratuita como estéril, tan dolorosa como humana.

Desde ya les anticipo que no sabré yo, ni tampoco ustedes a través mío, al menos, como termina esto que estoy a punto de contar, y no seré yo quien invente un final para dejarlos satisfechos. Para mentir están los abogados.

Hace ya más de cinco años que he dejado las calles. Para protegerme, o para proteger a los ciudadanos, quien sabe, me han confinado a un escritorio perdido, en una oficina aún más perdida, a la que por supuesto, llegan las cosas perdidas.

Y así en una mañana, una de tantas, me llegó este aparato que alguien encontró en algún lado. Los detalles no tienen importancia, y aunque la tuvieran, los desconozco. Pero me disperso, y no quiero.

El aparato en cuestión era uno de esos teléfonos inteligentes, tan inteligentes que ni números tenía, solo una pantalla con dibujitos, uno de los simbolizaba un procesador de palabras, y por alguna razón, ese fue el que toqué.

El documento decía “Diario”, y confieso que no fue solo la tarea de encontrar al propietario lo que me impulsó a leer, sino la curiosidad de ver algo en lo que alguien por fin no mentiría. ¿Qué sentido tiene mentirle a un diario personal?

Pero no tengo que dar excusas, o tal vez si, porque he encontrado a la dueña del aparato, y no es a ella a quien se lo entregaré, sino a otra persona. Y ustedes, si me siguen leyendo, entenderán el por qué.

La dueña no dudaba en describirse como una mujer fría y sin sentimientos, y yo creo que se queda corta. Se sabía hermosa, y su impresión era exacta, según pude ver en fotos que encontré en otra carpeta del aparatito. “Soy mala”, decía en algún otro momento, pero en realidad era peor.

La dueña hablaba de una hermana menor, y era la historia de Blancanieves adaptada a este siglo de mierda en el que vivimos. La hermana menor era hermosa, aún más que la bruja (ya la había bautizado yo como tal), y había fotos que convalidaban esta opinión.

Las dos eran bellas, pero ahí terminaba toda semejanza. Donde la bruja era calculadora, Blancanieves era despojada, donde era terminante, la otra era asertiva, donde una era pasto, la otra flor. Y todo esto era apreciado y resentido por la bruja, que era inteligente como ella sola. Aún más que Blancanieves, para ser honesto.

Pero todo este resentimiento era soportado estoicamente por la bruja, con una parsimonia que hasta podría enaltecerla, si no hubiera habido aquel incidente. Fatal, por cierto, y que consistió en el enamoramiento de Blancanieves.

Porque a ninguna de las dos hermanas les faltaron pretendientes jamás. Es cierto que las historias de la bruja eran más escabrosas, los corazones rotos más abundantes, y la sangre más roja, pero en tanto una jugaba, la otra también. Hasta que el corazón de Blancanieves tuvo dueño, y su felicidad fue total.

La bruja simplemente no lo toleró, y cuando Blancanieves partió al castillo de su príncipe azul (un dos ambientes en San Telmo), la bruja juró destruir eso que ni nombre se animaba a ponerle, y recuperar a su hermana. Nunca más la dejaría partir.

Y así fue como después de probar todo lo probable, y planear todo lo posible, se presentó una noche en la casa de Blancanieves, con una botella de vino envenenado. El veneno no era tal, por supuesto, sino simplemente un narcótico potente, que le permitiría dominar al príncipe de Blancanieves. En menos de diez minutos el tipo estaba regalado en el sillón, y en quince, ambos estaban desnudos.

Fumaba un cigarrillo cuando Blancanieves entró al palacio, y sonreía cuando Blancanieves los encontró a los dos desnudos.

La historia siguió con la furia de Blancanieves, que la bruja describió con lujo de detalles, y flujo de placer. Autos incendiados, departamentos vaciados, golpes y hasta cárcel. Y al final del día, el perdón de Blancanieves a la bruja. Eran hermanas, y la bruja, inteligente como el mal, lo había sabido desde un principio.

Esto que conté pudo haber sido ficción, pero soy policía, y comprobar estos datos no fue difícil.

Ahora mismo, mientras termino de escribir esta carta con trazo firme, en una hoja arrancada del cuaderno de mi nieta, la veo venir caminando hacia mí, y entiendo cada uno de los actos desesperados del príncipe por recuperarla. Para ser preciso, esta Blancanieves no es morocha, sino rubia como una cerveza en verano, y hermosa como tomarla. Camina firme. Rápido pero no apurada.

-Señorita, ¿me permite?

Me mira con ojos de algún cristal precioso que nunca podré tener, y para mi sorpresa, sonríe. Estoy parado en una plaza, enfrente de su trabajo, con una historia que romperá corazones que creían estar rotos. Romperá el suyo.

Le señalo el banco, y sin dudarlo, ella se sienta. Estoy agitado, haciendo algo que jamás debería haber hecho, y no es que el jueves me retire, sino todo lo contrario. Es porque el jueves me retiro, que esta es mi última oportunidad de hacer algo bien. Ella parece adivinar mis dudas, y espera.

-Señorita, tengo una historia que contarle. ¿Le molesta si la tuteo? Podría ser mi nieta.

Y sigue sonriendo, mientras los dioses mezclan una nueva baraja, cuya primera carta me toca descubrir a mi.

-Para nada. Decime Mariana. ¿En qué te puedo ayudar?

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Ganador Premio Oblogo-Banco Hipotecario 2010

domingo, 1 de mayo de 2011

El Show de la Infidelidad

Llega un momento en la carrera de toda persona, en que las opciones son el éxito fulgurante, o el retiro. En el caso de los productores televisivos, ese momento es a los dos meses de haber conseguido el trabajo.

Así estaba yo, desesperado por crear el éxito que me catapultaría a las mieles de las cuentas abultadas, los autos rápidos, y las modelos aún más rápidas. Y a la vez, desesperado.

Me acercaba a mi cumpleaños número veinticinco, y Dios no me había dado ninguna idea provechosa, por lo que cada vez con más frecuencia recurría al Diablo, con idénticos resultados. La solución no estaba afuera de este mundo, pero tampoco en él.

Fue en una charla en alguna universidad, a pendejos aspirantes a dejarme sin laburo, donde uno de ellos me dio la solución. El taradito se acercó temblando, al final de la exposición, y con el respeto propio que mi cargo de productor auxiliar le inspiraba, me habló.

-Señor, disculpe. Yo tengo una idea, y me gustaría saber qué piensa de ella.

Mientras revisaba mis e-mails, ninguno de los cuales valía siquiera los caracteres con que habían sido escritos, le hice una seña para que empezara a hablar.

-El Show de la Infidelidad –dijo el pibe, como si fuera una genialidad.

Levanté los ojos del teléfono para ver al autor de tamaña imbecilidad, y me frené en seco. Era un escuerzo vestido de negro, con una polera verde oscura, que hubiera estado fuera de lugar aún en enero, en Aspen. Y en Buenos Aires era Marzo, uno de treinta y dos grados de calor. A la sombra.

Pero no era su ropa del averno, ni sus ojos negros tamaño bolita pequeña de vidrio lo que más me llamó la atención, sino su sonrisa. Tenía unos dientes del color de las teclas del piano, del piano del Titanic, y abría la boca sarcásticamente, como si acabara de salir de la academia “Diente Feliz”.

-Humillación, dolor, venganza, engaño, en fin, tiene todo-dijo la inmunda bestia al terminar la venta de su espantosa idea.

Me dio un papel con su teléfono (el que tiré en plena avenida Corrientes apenas gané la calle), y ese fue el fin de la historia.

Hasta el día siguiente, en que el gerente de programación me acorraló en un pasillo.

-Una idea. Tenés diez segundos para darme una idea, o te quedás sin trabajo.

El pánico me inmovilizó, pero el instinto se hizo cargo, y antes de que pudiera darme cuenta, estaba vomitando el pitch de ventas del escuerzo.

La idea era horrible, y amarilla como el sol. Al tipo le encantó.

El principal problema era cómo convencer a la gente de que descubriera sus infidelidades en cámara, pero se solucionó rápidamente gracias a la intervención del departamento legal, que vino en nuestra ayuda con un contratito. Los participantes que lo firmaran, no podrían demandar a sus cónyuges por las infidelidades que se discutieran en el programa. Así que de golpe, habíamos inventado un salvoconducto, un vehículo legal que limpiaba el pasado con tanta elegancia como exposición. Y si hay algo que la gente ama, es la exposición.

El casting para el primer programa fue gratificante. Había decidido que mi programa (ya era mío), tendría no solo infidelidades, sino glamour, riesgo, aventura y angustia. Y de esto último, toneladas.

Elegí cinco parejas cuyas historias habrían sido rechazadas por el cine, por inverosímiles, y después de trabajar una semana entera en el guión, me senté a ver el programa. Necesidades de programación hicieron que fuera en directo, y un regalo del cielo, que fuera en prime time.

Como preveía, el minuto a minuto trepaba con cada increpación. Cada infidelidad que se confesaba al aire, pagaba una cuota más de mi LCD, y después de varios minutos, supe que podría cambiar el auto antes de fin de mes.

Los teléfonos ardían, y no eran televidentes, sino auspiciantes, peleándose por un minuto en el próximo programa.

La quinta y última pareja era la mejor, por lejos. Había dejado la frutilla para el postre, y la rubia (había sido modelo) cambiaba de color como si fuera la señal de ajuste, con cada párrafo que su pronto exmarido compartía con la audiencia. El tipo se había acostado con la niñera, con la secretaria, con la hermana, y hasta había hecho un trío con las dos mejores amigas de la rubia.

Mis ojos estaban en el monitor del minuto a minuto, pero, aún así, supe lo que iba a pasar antes que nadie. En el segundo en que el marido de la rubia confesó que su suegra le había practicado sexo oral, la rubia sacó una pistola. El silencio fue total y absoluto, de golpe, y mis ojos fueron derecho al minuto a minuto. Parecía que estuviera jugando Argentina, con Maradona y Messi en la cancha, juntos.

En mi cabeza estaba empezando a desocupar la oficina del gerente de programación, que pronto sería mía, cuando sonó el primer disparo, y me trajo a la realidad. El marido tenía una mancha roja en el pecho, como si le hubieran tirado un tomate, pero uno pesado, que lo arrojó de espaldas al suelo.

El murmullo empezó a poblar nuevamente el estudio, pero mis ojos estaban clavados en el monitor nuevamente. No estábamos hablando ya de televisión local, o siquiera venta de formatos al exterior, sino de Hollywood. A esa altura la única gente en Argentina o países limítrofes que no estaba viendo el programa, era la que no tenía televisor.

Las voces se callaron nuevamente, y levanté la mirada, para ver qué era lo que había ocurrido. El caño de la pistola estaba a cinco centímetros de mi frente.

-Vos, fuiste vos. Todo fue culpa tuya-me dijo la rubia, mientras apretaba el gatillo.

Era lógico. Siempre pasa. Dónde unos ven mérito, otros ven culpa. Escuché la detonación, y lo último que mis ojos vieron, antes de cerrarse para siempre, fue el monitor del minuto a minuto.

Estaba en llamas.