miércoles, 29 de diciembre de 2010

Persiana Americana

-¿Tenés talento? Escribí algo ahora, ya, rápido. Lo primero que te venga a la mente. La escritura tiene que ser instintiva, primaria, reaccionaria y animal.

Tengo tantas ganas de pegarte un tortazo que me duele la mano de toda la sangre que me circula en la palma, pedazo de infeliz que no puede dirigir el tráfico de una calle de Necochea.

“Tus ropas caen, lentamente, soy un espía, un espectador …”

-Muy bien. Así. Yo suprimiría el lentamente. Los adverbios no venden. Distraen. Como que además le falta algo de música.

Si, definitivamente te calzo. No pago el alquiler de la pocilga y esta noche estoy comiendo los ravioles de la vieja. “Nene, levantate que son las doce”. Dios.

“Te veré, a través, de mi persiana americana. “

-Persiana americana. Ocurrente. ¿Y si en lugar de eso le ponés “cortina de tul transparente”? Es más sugerente, atractivo, como que te sobrecoge y a la vez te excita.

Imbécil, una palabra más y me va a comprar YPF de todas las manos que te voy a surtir. Y la guita que le debo a Ramiro, ¿de dónde la saco?

"y el ventilador, desgarrándote, se que te excita pensar hasta donde llegaré."

-Seeee, parece que al fin estás agarrando la onda. Es un talento que tengo yo. Pero eso ya lo sabés, si estás acá. Voy a tomarte a prueba un mes. Tratá de pegarte a mi y absorberme.

viernes, 29 de octubre de 2010

Pumper Nic


Publicado en Oblogo 56, del 16 de mayo de 2011.

No se puede decir que se domina el karate hasta que no se enfrenta a un Chuck Norris, y se lo sobrevive. Lo mismo ocurre con el fútbol, y hasta con las mujeres: quien no ha hecho gemir a una hasta el borde de la locura, aún es virgen.

Y también con los idiomas, que es por donde pasa mi historia de hoy. Aprendí el cordobés desde chico, muy chico, fruto de una madre y hermanos oriundos de aquel bendito lugar, y de largas vacaciones en las sierras. Mis años escolares en Buenos Aires, por otro lado, me permitieron ser completamente bilingüe, condición que mantengo hasta la fecha.

La fluidez me ha servido en alguna oportunidad, más en Buenos Aires que en Córdoba, contrario a lo que uno podría imaginar. Los porteños tienden a subestimar ipso-facto a cualquiera que no calce las Y o las LL con la cadencia exacta, y como diría Al Pacino en El Abogado del Diablo, “que no te vean venir”.

Con ese conocimiento que ya tenía desde muy joven pedí mi Mobur y mis Frenys en aquel Pumper Nic de la avenida Santa Fe, hace más años de los que quiero recordar. Me dieron todo en una bandeja amarilla de plástico, buenísima, que por alguna razón supe al instante que tenía que llevarme.

Pero tengo un problema, y es que no puedo robar. No tengo ningún tipo de impedimento moral al respecto, sino que simplemente no me hace gracia. De vuelta a las mujeres como ejemplo, el sexo es bueno si te lo dan. Por la fuerza (equivalente a robar), no tiene ningún sentido.

Eliminada la posibilidad de la sustracción, solo me quedaba convencer a la cajera de que me la regalara. Con mi mejor cara de ganador, y con la panza completa después de haber liquidado el Mobur, la enfrenté. Con una amplia sonrisa, y una tonada cordobesa versión Pampa de Achala.

-Disculpame –bla bla bla- ¿Me regalás la bandeja?

Si le hubiera dicho que me haga un pete se habría sentido menos violentada.

-¿Vos estás loco, nene? Son carísimas. Si se pierde una nos la descuentan.

Hay conflicto tanto en Terminator como en Grey’s Anatomy. Y ahí por cierto que se había plantado uno. Me gustaban y me gustan. A veces. Le charlé acerca de la falta de comederos de categoría en mi ficticia provincia, y de cómo la bandeja sería una muestra de mi paso por la gran ciudad. Ella seguía más dispuesta al pete, pero en algún momento trastabilló y pegó un grito nervioso

-Rubén, el “señor” (si, habló con comillas) quiere llevarse una bandeja.

Rubén probó ser el gerente del prestigioso establecimiento, posición a la que sin duda había llegado con ayuda de la cara de culo que me estaba poniendo en ese momento.

Hay momentos para hablar, y momentos para callarse. Ese, sin duda, era uno de los primeros. Con una verborragia similar a la de Saadi vs. Caputo lo atosigué de anécdotas existentes y no tanto sobre las sierras cordobesas.

El tipo inmutable.

Cuando seguir usando palabras implicaba repetir varias de las que ya había dicho, decidí callarme.

El tipo me miró, y con un movimiento seco levantó la tabla del mostrador. Se me acercó. Mudo.

Me dio un abrazo, y con la tonada más cordobesa que yo haya escuchado nunca me dijo: -Varon, como me hiciste acordar a mi pueblo.

Las cocas se convirtieron en cervezas después de que el Pumper cerró, y hube de batir mi récord en cordobés hablado. Aprendí otras cosas, tales como que puedo inventar un perfil mío en dos minutos y hacerlo durar horas, y lo que es aún más importante, que puedo hacerlo sin fines sexuales

He rascado algún que otro título en la vida, pero el de bilingüe lo saqué ese día. El diploma es amarillo, y tiene forma de bandeja de Pumper Nic.


martes, 26 de octubre de 2010

Huevazo

Llegó el día, después de seis años, en que lo único que se interponía entre mi título de abogado y yo era un último examen (o eso pensaba yo, en ese entonces). No estaba mal preparado, y después de unos veinte minutos de preguntas cuyas respuestas no le interesaban a nadie, partí con un glorioso seis en la libreta.

A partir de ese segundo se desencadenó una sucesión de hechos que solo hoy, varios años después, con la protección que la prescripción le otorga a todo ser humano que comete un error, me animo a contar.

Dejé la clase con una sonrisa ganadora. Los años se encargarían de hacerme notar que todo logro se relativiza con el tiempo, pero para eso faltaba. En aquel segundo, era el amo del universo, pronto a convertirme en Gilman.

Mis amigos esperaban en la puerta, munidos de harina, huevos, mayonesa, etc, para hacer la consabida porquería diplomada, y a eso se dedicaron con saña. Y más saña. Cuando pensé que se habían cansado, vinieron a por más, y tuve que decir basta. Obviamente no les importó.

Con los reflejos de un gato, y dispuesto a ponerle fin a todo, agarré un huevo que iba destinado a mi ojo. Fue un movimiento preciso y certero. Detecté al más vicioso de mis amigos y cuando este empezó a correr, lo seguí (Te Sigo) por los pasillos de la facultad a toda velocidad, procurando encontrar un ángulo de tiro.

Estaba cebado por la atrapada del huevo, y con toda la adrenalina del título en mis manos. Sin detenerme, y entornando los ojos para hacer puntería, lo arrojé.

Toda posibilidad del huevo de convertirse en pollito se estrelló contra la espalda de la persona equivocada, por supuesto. Mis habilidades físicas habían llegado a su punto extremo con la atrapada del huevo, y forzarlas pretendiendo un impacto perfecto en plena carrera había sido cuando menos algo imprudente.

Hay situaciones en que el instinto se hace cargo, y la clarividencia nos golpea providencialmente. Y fue providencialmente que alcancé a detectar que quien había recibido el impacto oval no era otro que el decano de la facultad. Sip. El número uno. Y un uno nada misericordioso, para ser exacto.

Muchos años después vería a Jason Bourne reaccionar como lo hice yo en ese momento. Con una rapidez mental que no volví a tener hasta la fecha (ahora tampoco la tengo, ojo), tracé un plan que tenía menos probabilidades de éxito que una segunda presidencia de De la Rúa, y lo implementé.

Seguí corriendo pues la inercia me hacía imposible detenerme; intencionalmente golpeé al anciano, no con sádicos motivos, sino con el único objetivo de que desde el suelo se le hiciera más difícil la identificación. Así gané la calle.

En la esquina del establecimiento educativo levanté la mirada como Diego frente al arco, y divisé un amigo que movido por eso que llaman curiosidad me había seguido. Tenía una mirada de pánico en sus ojos, el cual se incrementó cuando miró los míos, según confesó tiempo después. Pero más importante que eso, y sobre todo, tenía una contextura física parecida a la mía.

De la solapa lo metí en el bar de la esquina, y antes de que pudiera preguntarme qué me pasaba, ya lo tenía desnudo en el baño. Mientras él miraba con asco mi ropa (cubierta de harina, huevos y mayonesa), la cual estaba ya en el suelo, me vestí con la suya (calzoncillo incluido) y volví a la facultad. No habían pasado tres minutos.

Dado que el tiempo era esencial, fui directamente a secretaría. La vida me había enseñado ya entonces que al diablo hay que enfrentarlo cuando uno está listo, no cuando está listo el diablo, y con la sonrisa que de mi se esperaba, abrí la puerta.

-Marcos, ¿vos estás loco?- me disparó Felipe, un tipo macanudo, con muy pocas luces, todas ellas habitualmente apagadas.

Me explicó como pudo que el decano estaba gritando mi nombre por todos lados. No puedo negar que sentí admiración por el viejito. Aún impactado y desde el suelo, había podido identificarme. Resoplé con algo de fastidio. No era fácil lo que venía.

Algunos minutos después me encontraba en lo que sin duda sería la última parada del decano antes del geriátrico. También es cierto que en esa última parada el viejito tenía el poder para destruirme miserablemente. Y ganas de ejercerlo.

-Señor _____ (acá va mi apellido), en mis cuarenta años en esta institución, nunca he visto nada tan indigno como lo que usted acaba de hacer. Habrá consecuencias. Y sáquese las manos de los bolsillos, hágame el favor! –me dijo completamente agitado. El no había tenido que cambiarse a los pedos, y no tenía los últimos seis años de su vida colgando de una cornisa mucho más jodida que la de Majul, así que ahí se acabó mi simpatía.

-Disculpe, doctor, pero no sé de qué está hablando.

Acá empezó una lucha de miradas que sin duda yo tenía más chances de ganar. Aunque sea por quedarme más años de vida.

A las miradas le siguió un interrogatorio nazi acerca de mi puntería, mi imbecilidad, mi falta de hombría al no reconocer mi calidad de delincuente juvenil, y otras cosas más. Y yo negaba. Todo. Pacientemente. Dignamente. Años después Di Caprio se aferraría a una tablita mientras el Titanic se hundía, sin soltarla. Mi actitud fue idéntica, pero mi instinto de supervivencia era aún más fuerte.

La parodia se extendió durante cuarenta o cincuenta minutos, mientras los resabios de huevo le bajaban por el cuello de la camisa y empezaban a picarle. Le avergonzaba rascarse.

Finalmente me dejó ir, no sin prometerme que la vida se encargaría de arreglar cuentas conmigo. En eso, aunque sea, tuvo razón.

Yo pensé que todo había terminado, pero tres meses después, en la entrega de diplomas, el viejito instruyó al vicedecano para que me entregara el mío, en una muestra de encono y resentimiento impropia de una persona como él.

Aún no lo he perdonado.




martes, 19 de octubre de 2010

Te Sigo. Capítulo 6. El discípulo.

¿Cómo se esconde un elefante blanco en un bosque? Dos posibilidades: se pinta el elefante de verde, o el bosque de blanco. La opción del bosque es la mejor porque mantiene la esencia de la bestia, pero exige que esta sea ocultada en otro lugar mientra tanto.

Y así estoy, metido en un piojoso dúplex de Puerto Madero, mientras mis abogados reparten fortunas entre jueces y sindicalistas, políticos y periodistas, sin nada más que hacer que interactuar con gente que no conozco, deseándoles las mil y una muertes.

Es gracioso tener que esconderme por un inmundo caso de lavado cuando las cosas que hice, y que realmente ofenderían a la sociedad son ignoradas por completo. No hay precio para la vida humana, lo que no es sino otra forma de decir que no vale nada.

Una persona de menos recursos se hubiera limitado a reptar y rezar para que las ruedas de la corrupción sigan su curso. Yo no.

Mi pequeño proyecto sigue rindiendo frutos y es la única manera que tengo de salir de esta mugrosa prisión a la que la ineptitud ajena me ha confinado, aunque sea en espíritu. Y hay cierto placer en delegar, en moldear arcilla y ver la estatua en acción, aunque parezca un contrasentido. Mucho placer.

No fue difícil encontrarlo. Empezó con sus patéticos llamados de atención a los aún más patéticos personajes populares del mundo 2.0, los cuales no hacían sino ignorarlo, como corresponde al juego histérico que parece haberse planteado en esa ficta sociedad. Se imaginan infinitas maneras de sobresalir, ninguna de las cuales merece siquiera ser mencionada. En el mejor de los casos se traba una relación enferma entre dos o más personas cuyos rostros jamás se han visto. Y a eso se le llama amistad. La palabra patología no alcanza para empezar a describir el fenómeno.

Mi muchacho se integró en tiempo récord a todas las redes sociales existentes como un camaleón, es decir, pasando siempre desapercibido. Probó el ingenio barato, la ironía aún más barata, y desplegó un juego de seducción que no hubiera servido siquiera en una isla desierta. Hay belleza en el fracaso ajeno.

Aquí es cuando me interesé en profundidad en su perfil. Encontré que esta asquerosa forma de vida era solventada con un miserable sueldo de empleaducho que le permitía afrontar el alquiler de un monoambiente en el conurbano y el pago mínimo de su tarjeta de crédito, en el mejor de los meses.

Si se hubiera limitado a eso, quizás lo hubiera dejado pasar, pero el costado violento del muchacho fue una sorpresa agradable, y aunque nunca había ido más allá de golpear a mujeres que sin duda lo habían merecido, había potencial.

Dos mensajes anónimos a la gerencia a la cual el muchacho reportaba, adjuntando copia de sus registros de Internet habían sido suficientes para que fuera despedido de inmediato. Es un secreto a voces que un gran porcentaje de los asalariados pierde la mayor parte de su tiempo en la red. El problema es cuando deja de ser secreto. Con el muchacho desempleado, la película iba tomando color.

Bastó un poco de aliento para que empezara su nueva vida con optimismo desmedido. Había que poner el mundo en su contra, y lo primero era hacerle creer que él era el dueño. El desengaño es una fuerza poderosa.

El golpe de gracia fue sugerirle su participación en una Twittcam, o cámara por internet. Encaró el proyecto con alegría y expectativa desmedidas e irreales, y a los pocos minutos se encontraba cambiando aceptación por dignidad, recibiendo insulto tras insulto con su estúpida sonrisa, apretando los puños hasta interrumpir la circulación de la sangre. Poesía.

Cuando su necesidad de dinero se hizo visible, lo inundé de sucios billetes. Lo que para mí eran migajas a él le permitían no solo desahogarse, sino conocer lujos que solo había imaginado. En su mediocridad, por supuesto, estos lujos tenían siempre la forma de una computadora más rápida, o un celular con más funciones. Patético. Marearlo con dinero hasta hacerlo sentirse importante fue la parte más aburrida, pero el miedo a la abstinencia era el complemento ideal a sus primitivas pasiones, y tres meses bastaron para tener todo listo.

De alguna forma me siento contento por él. No es más que un peón, pero he decidido regalarle el poder de la vida y la muerte, y se que le va a gustar. ¿A quién no le gustaría? Convencerlo de que la única forma de mantener ese “suntuoso” ritmo de vida y devolverle al mundo la mierda que había recibido hasta entonces es matar fue sencillo.

Yo he matado. Doce veces, para ser preciso, y sé que siguiendo los pasos justos y de forma prolija, el margen de error es cero. El único componente aleatorio en este caso es mi discípulo, y que tan bien se maneje en situaciones de presión, aunque no debería haber ninguna.

La chica está ubicada, de hecho se ubicó ella sola mediante esa increíble y estúpida costumbre de enviar mensajes al mundo señalando el lugar de su ubicación. Bendito e increíble Foursquare. La gente le anuncia a todo el mundo su ubicación precisa, en el momento exacto, con un fin que todavía no alcanzo a comprender. En mis inicios las cosas no eran tan fáciles. Tampoco había Facebook para identificar familiares, geografías y amigos, o blogs para describir comportamientos o costumbres. Ni que hablar de Twitter, y la necesidad de los alienados de comunicar sus actividades al instante, a gente desconocida.

Pero no me quejo, antes tampoco existían las Twittcams, y la chance de ver a mi discípulo saciar sus vicios al instante hubiera sido imposible.

No son nervios sino insatisfacción. Hace más de una hora que la transmisión debería haber comenzado. Si llegara a saciarse sin mostrármelo en cámara se expondría a torturas aún más terribles que las que he pensado para la chica. Pero no, no es tan estúpido, y me tiene miedo.

Es difícil concentrarse cuando de un segundo a otro llegará el mensaje salvador, con el enlace a la dichosa cámara. Todo debería estar en silencio, pero la noche se va haciendo día, y los pájaros de mierda empiezan a hacer ruido. Mi Rolex marca las 6:58 y prendo el televisor como forma de matar la ansiedad. Tampoco sirve

Por supuesto que lo peor que podría pasarme es encontrar la noticia de una adolescente más secuestrada en la Provincia de Buenos Aires. Eso implicaría que los tiempos se acorten, y la diversión planeada para días habría de ser condensada en horas, o minutos. No me gustaría. Normalmente esas informaciones me causan gracia, pero una noche como hoy sería negativo.

El reloj digital mueve su estúpida aguja, y aspiro una nueva línea de coca sabiendo que no me relajará, pero tampoco lo pretendo. El puto monitor no anuncia ningún mail, y la sensación de desastre es inmensa.

Reviso por enésima vez la computadora, y veo el mensaje que nunca esperé ver. Llega a través de Twitter, cosa que tampoco debería haber ocurrido. “Algo horrible me ha ocurrido esta noche. Vos, seas quien seas, Dios te bendiga. Este es mi último tuit. Cuidense”. Firmado @SoyTrini. La pendeja.

El televisor me grita un grito sin sonido, y la placa transcribe lo impensado: “Hombre asesinado en Olivos”.

Las sensaciones se superponen, y no son todas desagradables. Fracasé, eso sí. Raro y devastador. Sin embargo, no es lo único que siento. En menos de un mes podré salir de esta torrecita de papel cartón que mira al río, antes quizás, si los imbéciles de mis abogados se dignan mover sus asquerosos culos de las sillas que los aprisionan. Y tendré una pendeja de que ocuparme, una que piensa que lo peor de su vida ha pasado, y cuya cara tendré el placer de ver directamente, sin una inmunda cámara de video de por medio.

Y la palabra “asesinado” como siempre le da un matiz de interés. Si la policía hubiera sido quién mató a mi discípulo no estarían hablando de un crimen. En este caso, hay un tercero, y me excita saber que podríamos estar hablando de un adversario. Uno que piensa que con @kampeon69 terminó su odisea, y no sabe que recién está empezando. Que el muchacho era simplemente el peón de un juego mucho más desarrollado, pensado por alguien con recursos y dedicación infinita.

Tiemblo de satisfacción mientras elevo una última plegaria al infierno. Ruego que ese hombre, sea quien sea, tenga una familia de la que también pueda ocuparme.

Si te gustó, lo que sigue lo podés encontrar acá: Te sigo.

jueves, 14 de octubre de 2010

Te Sigo. Capítulo 5. Twittcam.

Lo primero que hago, como corresponde, es anunciar vía Twitter que me he puesto a disposición de mis seguidores. Diez mensajes son suficientes para esto. Tengo mucha expectativa por saber qué aspectos de mi personalidad les atraen, cuales les intrigan y cuales admiran, conforme a lo que he mostrado hasta ahora.

Estoy agradecido a esta nueva forma de comunicarme con el mundo que he descubierto. Antes yo era otro tipo de persona, pero por suerte he logrado dejar atrás la etapa más oscura de mi vida. No era feliz ni hacía feliz a quienes me rodeaban. Y quién diría que la solución estaba en conocer gente nueva.

Veo llegar las primeras tres personas a la Twittcam, y me alegro pues son conocidos. Gente que sigo y hasta podría llegar a decir que idolatro. Una persona con menos autoestima quizás pensaría que el aprecio no es mutuo, pues rara vez contestan mis mensajes, pero yo sé que tienen muchos seguidores, y no pueden atender a todos. Pero uno, incluso, ha llegado a retransmitir un mensaje mío, agregando un signo de pregunta al final, señal inequívoca de intriga sobre la procedencia de tal genialidad.

La forma de interactuar es sencilla y efectiva. Los participantes escriben sus preguntas y comentarios en sus teclados, lo que se ve reflejado en las pantallas de todos. Por otra parte, yo respondo en vivo y en directo y así se cierra el círculo perfecto.

Esperaba que comentaran sobre la excelente factura de mi camisa nueva, planchada con sumo cuidado para el evento, o el buen gusto con que he arreglado mi habitación, pero no, al principio parecen estar intrigados únicamente por mi orientación sexual.

Las primeras preguntas están referidas a si soy homosexual o no. Utilizan la palabra “Puto”, que encuentro de mal gusto, pero no creo que sea conveniente corregirlos. A estos tres en particular las críticas no les sientan bien, y necesito que se sientan cómodos, como en casa. Esto no deja de ser algo entre amigos.

Debido a los nervios me muevo ligeramente en la silla, lo que a uno de los participantes (son cinco ahora) le sugiere la idea de que estoy siendo penetrado este mismo acto, y lo señala. No es así.

Contesto con firmeza y sin ninguna ambigüedad, pero parece no ser suficiente. Ahora preguntan por la naturaleza de los instrumentos que uso para satisfacerme vía anal. E insisten con la palabra “puto”.

Uno de los televidentes detecta mi tartamudez, y al mismo tiempo otros cuatro se pliegan. La magia de la tecnología y el boca a boca han hecho que ya sean veintiséis las personas que me están observando. No todo es alegría, sin embargo. Uno de mis seguidores ha empezado a utilizar el sobrenombre de “Tartaputo”.

“Tartaputo esto, Tartaputo lo otro”, repiten ahora varios, y parece hasta que les causara cierta gracia.

Ya con algo de dificultad explico que no deseo ser llamado así, pero no parecen escucharme. Tengo miedo que sea culpa del micrófono, pero no, es nuevo.

Encuentro algo de consuelo pensando que esto sin duda me servirá para atraer nuevos seguidores. En definitiva, saber reírse de uno mismo es fundamental, y nunca tuve problemas con eso. Reírme de mi mismo soluciona a medias el asunto, pues la frase “De qué carajo de reís Tartaputo imbécil” no me parece nada agradable ni positiva. No es fácil enfrentar las cámaras y trato de disculpar este comportamiento pues ellos no lo saben. Se requiere valor para estar aquí, y lo estoy aprendiendo de la manera difícil.

El alivio llega en forma de dos participantes femeninas que me siguen en Twitter. Son lindas y graciosas, y creo que hay grandes posibilidades de pasar a un nuevo plano con alguna de ellas, cuando logre que me sigan. Siento mariposas en el estómago.

Pero las dos me empiezan a llamar “Tartaputo” casi de inmediato y la sensación no es linda. Para peor, en la parte de la pantalla reservada para las preguntas hacia mi, han empezado a hablar sobre mi, no conmigo. No es necesario repetir sus palabras, pero la impresión que tienen de mi dista mucho de la que deberían tener. La catarata de palabras no se detiene, y mis gritos no son escuchados.

Empiezo a pensar que la audición puede no haber sido la mejor de las ideas. A esta altura insultos como “puto” y “pajero” son de los más suaves que recibo. Siguen indagando sobre artículos que uso para satisfacerme, y hay incluso algunos que me han llamado “estúpido”, pues me resulta casi imposible responder a la catarata de insultos que estoy recibiendo.

Se ríen con sus ofensivos “JAJAJAJAJAJA”, en mayúsculas y sin ningún tipo de consideración para la velada que les preparé. Me falta el aire y la garganta cerrada impide que salga cualquier tipo de sonido. Con un manotazo estrello la cámara contra la pared y doy por terminada la experiencia de la televisación.

No todo está perdido, y vuelvo a la pantalla de Twitter con la esperanza de que mi número de seguidores se haya incrementado después de la audición. Después de todo parecen haberse divertido, y seguir a alguien también es una forma de apreciación por una buena labor realizada en beneficio de otro. Pero el número de seguidores se mantiene intacto, y solo por unos segundos, luego de los cuales empieza a bajar drásticamente. Ha transcurrido una hora después de la audición y ya he perdido setenta y cuatro seguidores, y solo se han incorporado dos nuevos, los cuales se empeñan en dirigirme mensajes con el mote de “Tartaputo” que tanta gracia les causó.

Ninguno de los dos seguidores nuevos, por supuesto, es una de las chicas que pretendía me siguieran. Una tercera, inclusive, con la cual estaba llegando a trabar cierta amistad, dejó de seguirme.

No me gusta sentir lástima por mí mismo y no lo hago. Lástima me dan esas tres chicas que ahora seguramente estarán riéndose de mi. Mandándose mensajes privados que hablan del “Tartaputo” que acaban de ver por la computadora.

Esto no es nuevo para mí, por desgracia. Lo he vivido en la vida real, y pensé con todas mis fuerzas, recé incluso, para que no pasara acá. Era un mundo nuevo, con infinitas posibilidades, pero la gente las desaprovechó.

No todos, sin embargo. Sumo un nuevo seguidor, y este no solo es rico en gente que lee sus mensajes, sino que parece comprenderme. El resto de Twitter desaparece para mi, y queda solo él, que parece entender cada una de las cosas que pasa por mi cabeza: la traición y la falta de respeto. La humillación. Es como si estuviera leyendo directamente de mi cerebro, y transcurrido una hora, pasamos a chatear, lo que permite mayor fluidez en los mensajes.

Al final de la noche, dice la frase que guardo en mi memoria y que me servirá para enfrentar días peores que este.

“Vos sos @Kampeon69. Y toda mujer que te humille deberá pagarlo”.

He defendido mi nombre con anterioridad, y nadie que me haya faltado al respeto lo ha hecho impunemente. El tiene razón, tiene mucha razón.

Nadie, nadie, se ríe de @Kampeon69.

lunes, 11 de octubre de 2010

Te Sigo. Capítulo 4. Dos Punto Cero

“El mundo es un pañuelo, y el pañuelo está en mi bolsillo”. Excelente tuit, y por supuesto ha sido valorado como tal. Los “RT” se producen cuando otro “tuitero” repite un mensaje, por considerarlo merecedor de ser leído por más gente. Mi tuit del pañuelo ha sido premiado con tres RTs, incluído uno de @NippurDL, que tiene más de mil seguidores. Algunos dicen que utiliza la ironía de vez en cuando, pero mi mensaje era tan bueno que descuento la admiración de su parte. Estoy bien encaminado.

Ya hace una semana que dejé de trabajar, y las cosas no podrían haber salido de mejor manera. Logré sumar treinta y dos seguidores, y solo he perdido veinte. La pérdida de seguidores es un fenómeno normal en Twitter, y se produce por un “decantamiento natural de preferencias”, o eso he leído en alguna parte. No alcanzo a entender las razones por las que algunos deciden irse, en definitiva, pero tengo un saldo positivo de doce seguidores, y es lo único que importa. Sumar.

He contactado por lo menos a diez personas más, y es cuestión de tiempo para que al menos tres de ellos me sigan. Ya han contestado uno o más de mis mensajes. Hay ciertas reglas que no son fáciles de entender. Por ejemplo, lo natural sería buscar una persona famosa y pedirle que haga un RT de tu mensaje, y de esa forma conseguir seguidores adicionales. Pues bien, no funciona así, y hay una legión de reidores que se mofan de ese tipo de situaciones. Lo sé porque lo he sufrido en carne propia. De hecho antes del usuario que estoy utilizando ahora, tenía otro distinto, y el desconocimiento de las normas de etiqueta me obligó a cerrarlo. No cometeré nuevamente el mismo error.

Los famosos han probado ser un pan más duro de roer. ¿O será queso? Los ratones roen, y los ratones comen queso, así que debería ser queso. Mejor lo anoto porque de acá puede salir otro tuit excelente.

Volviendo a los famosos, hay un notero de un programa de radio que sigue a uno de mis seguidores, y si bien este todavía no ha hecho un RT de alguno de mis tuits, es cuestión de tiempo antes que lo haga y yo pueda ser leído por alguien con miles de seguidores (creo que al día de hoy el notero llega a los tres mil ciento veinte).

Incrementar seguidores me permitirá ponerme en un plano de igualdad con los famosos de Twitter, que también lo son en la vida uno punto cero. No entiendo como no hay más gente que decide ir por el mismo camino.

En esta semana también creé mi blog, y será un éxito total. Muchos se han hecho millonarios con publicidad, y yo voy hacia allí. La gente todavía no pasa mucho, y los que pasan no comentan demasiado, pero es comprensible, es nuevo. Pero innovador. Después de analizar con cuidado sobre qué escribir, encontré varios sitios en inglés realmente populares. Con el traductor de Google los pasé al español, y creo que cuando se vean, podré sumar fortuna a la fama que se viene.

Tampoco me puedo quejar de la mujeres. Todavía no pude conocer a ninguna, pero los prospectos son inmejorables. Me concentré solo en las lindas, como debe ser, y varias me contestan mis mensajes, aunque todavía no he logrado que me sigan. Este es un paso fundamental para poder hablarles en privado. De ahí a la cama hay solo un paso. Fama y cama: otro tuit prometedor.

Y he dejado lo mejor para el final, porque ahora en breve comienzo la primera transmisión desde mi “Twittcam”, que no es otra cosa que una cámara vía Internet, que me permitirá darme a conocer tal y como soy. Tengo una camisa nueva y las pruebas de sonido resultaron excelentes. El ser tartamudo me ha causado alguna complicación en la vida real, pero estoy seguro de que por Internet no se notará. Estoy practicando.

Anoto todo este proceso cuidadosamente en un cuaderno, porque sin duda cuando sea famoso me pedirán detalles de cómo logré destacarme en la “vida dos punto cero”. He pensado escribir un libro al respecto. O mejor aún, contratar uno de esos escritores muertos de hambre que andan por ahí de a por miles, y que escriba el libro por mí.

El único problema es mi hermano, que no deja de molestarme, de insistirme con que salga de “la pecera” en que estoy metido, según él. ¿Qué motivos podría tener alguien para visitar un mundo hostil cuando hay otro mucho más agradable, y en el cual es ciertamente exitoso?

Algún día volveré a la vida uno punto cero, la “vida real”, como le dicen algunos, pero no será como un ignoto participante, ni siguiera como un seguidor de tendencias creadas por otros y para beneficio propio. No. Soy un líder y aquí es donde empiezo a demostrarlo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Te Sigo. Capítulo 3. Me Seguís

Una de las peores cosas de ser policía son los llamados a las cuatro de la mañana, y más aún si tenés familia. Tu esposa se despierta antes que vos y si no llora cuando te vas es porque ya está cansada de hacerlo. Cuando el madrugón es para identificar un cadáver, la cosa es todavía más difícil. Si el cadáver es el de tu hermano es peor, mucho peor.

Tengo que apoyarme en un auto para no caerme, y el agente lo percibe.

-Señor, ¿está bien?

No le contesto, por supuesto. Demostrar debilidad frente a un subordinado es el primer paso hacia la vergüenza. Me arrodillo junto al cuerpo de Carlos. Veinticinco años. Mi hermano menor. Le acaricio la cara y casi me parece verlo sonreír. Un revólver está tirado a dos metros del lugar donde el yace muerto, y la culpa me sacude. Es un regalo mío.

-¿Quién lo encontró?

-Un llamado a la comisaría, hace alrededor de una hora. Anónimo.

No hay ambulancia, y si el disparo no fuera en la cabeza probablemente hubiera muerto igual. ¿Qué carajo pasa con las ambulancias en este país?

Lo acaricio por última vez y me pongo de pie. Acabo de decidir que no será un juez quien encierre al hijo de puta que lo mató. Ni un juez el que lo deje ir después de diez años. No. Esta vez no. Pero para eso tengo que actuar rápido, y no hay mejor momento que el ahora.

Olivos a esta hora está tan muerto como mi hermano, y es la mejor forma de averiguar las cosas.

La gente de la policía científica ha llegado y hay fajas por todo el lugar. Una pérdida de tiempo y recursos. La verdad no está ahí. Mientras ellos tratan de tomar huellas dactilares que no existen y miden ángulos cuyo significado es puramente teórico, me alejo del lugar.

Camino contra el sentido del tráfico, ahora inexistente, hacia la estación. A una cuadra veo lo que necesito. Un linyera trata de esconderse en el zaguán de una rotisería cerrada. Las primeras respuestas no están lejos.

El procedimiento sería interrogarlo con el respeto que todo ser humano merece, y convencerlo de las bondades de decir la verdad. La sociedad depende de que cada uno de sus miembros se ayude, y su cooperación será apreciada por la comunidad toda. Lo levanto y lo escondo en el zaguán. A la segunda trompada tengo que pedirle que hable más despacio.

-No sé, no vi nada. Escuché un grito de una mujer, un disparo, y después un hombre pasó caminando tranquilamente por acá, y se subió a un auto en la esquina. Le juro que no vi nada más. Por favor, no me pegue más.

-Buscate otra esquina – le digo, mientras le tiro un billete de cien pesos. Este tipo no será testigo de un juicio que no exista.

Lo que sigue es todavía más fácil. Hay una farmacia en la esquina opuesta a donde estaba el auto del tipo que mató a mi hermano, y gracias a Dios, una cámara. La farmacia está cerrada, pero veo que está integrada a una casa. Veinte minutos después el dueño de la farmacia ha despertado, cooperado y entregado la grabación de la cámara. Marca, color y patente del coche están grabadas a fuego en mi memoria.

Todas las llamadas de la radio quedan grabadas en un disco rígido, así que no la utilizo para llamar a la seccional. Mi celular también implica ciertos riesgos, pero menores. El operador tarda menos de diez minutos en brindarme la dirección de una casa en el barrio de Colegiales, ciudad de Buenos Aires.

Cuando cruzo la Avenida General Paz dejo formalmente de tener jurisdicción para actuar como policía, pero ya he decidido dejar de serlo por esta noche.

A las seis y media de la mañana me encuentro en Colegiales, frente a una casa de dos plantas, antigua pero bien conservada.

Tengo la sangre caliente pero no puedo simplemente entrar y matar al tipo. Pienso en mi hermano, pero también en mi esposa y en mis hijos. El tipo se va a morir, dentro de muy poco, pero no voy a darle la satisfacción de ir preso por él.

A las siete y media se abre la puerta y sale una mujer con dos chicos que rondan los diez años. El niño quizás algo mayor, tal vez doce o trece. Agradezco no haber entrado a sangre y fuego. Nunca hubiera podido hacer fuego con un niño en el medio, y estoy seguro de que quien mató a mi hermano no tendrá esos pruritos. Sean o no sus hijos.

En el mismo momento, y antes que se cierre la puerta, una figura masculina se asoma y recoge el diario que está tirado junto a la puerta. Mi espalda se tensa y reconozco en él a la persona de la grabación. Estoy viendo al asesino de mi hermano mientras recoge el diario y vuelve a su casa, siguiendo la rutina de todos los días. El tipo levanta la cabeza y mira alrededor, como si buscara algo, con tranquilidad. Pienso que puede haberme visto pero descarto la idea, mi auto es similar a los del resto de la cuadra, y estoy bien agachado. No, no me vio.

Una hora después lo veo dejar su casa con un maletín en la mano, y subirse a ese auto cuyo modelo, color y patente coinciden con los de la grabación, arrancar despacio y dar vuelta a la esquina. Ha ido a trabajar como si nada hubiera ocurrido.

A esta altura ya tengo toda la información que necesito sobre el tipo, y algo más. Algo que no esperaba encontrar.

El apellido me sonó conocido, y antes de que el sargento me leyera el resumen del caso por teléfono, ya había recordado todo. Carolina Pérez, Carito para sus amigos y familiares, dieciséis, encontrada a diez cuadras de la estación de Colegiales, en marzo del año pasado. Violada y por supuesto muerta. Ignacio Pérez, su padre, el asesino de mi hermano.

Recuerdo también las noticias de la época, la aparición de los padres en todos y cada uno de los medios de comunicación, las marchas y la terrible tristeza del momento en que se constató su muerte. La ausencia de un culpable. Mi esposa lloró.

Ese dato le ha prolongado la vida a Pérez, y también me ha empujado a meterme en su casa, forzando la puerta. Veo un living pequeño pero ordenado, y un comedor con cinco sillas. Una de las cuales me pesa saber que no se usa todos los días. Veo fotos de los chicos, que tienen la edad de los míos, y de Carito soplando las velas de una torta de cumpleaños.

He matado antes, pero nunca como ahora me empieza a pesar la decisión. ¿Qué puede llevar a un tipo como este a matar a mi hermano? ¿Cómo puede la locura de perder un hijo convertir a un hombre común en un asesino?

El resto de la casa es normal, pero hay una puerta, al lado de la cocina que me intriga. Está entreabierta, lo que me sorprende porque tiene una cerradura de seguridad, más otra electrónica. ¿Quién tiene ese tipo de protección y para qué? Y sobre todo, ¿por qué no lo usa?

Una escalera angosta me lleva hacia abajo, y cuando llego al interruptor de luz pierdo todo el aire de golpe. Las paredes están llenas de fotos de chicas, casi niñas, abusadas de forma atroz. Y hay una carpeta abierta que con gráficos que entiendo a la velocidad de la luz. Una línea de tiempo marca las actividades de alguien identificado como @SoyTrini, y otra la de alguien llamado @Kampeon69. Las líneas se cruzan en un calendario, y la fecha es la de ayer. La “declaración” que el linyera me dio en el zaguán completa el escenario que necesito, y me doy cuenta de que Pérez no es lo que parece.

Veo cada dato y entiendo a Pérez como si fuera parte mía. Todo coincide, todo, y los agujeros que aparecen, los lleno yo con el conocimiento que tengo, que tenía, de mi hermano.

Algunos episodios de violencia me vienen a la mente como latigazos. Mi madre, quejándose de una bofetada de mi hermano; un llamado de alguna novia suya pidiendo mi protección, a las doce de la noche. La madre de su hijo, de tres años, oponiéndose con fiereza a un régimen de visitas.

Hay algunos hechos más, pero a esta altura yo estoy sentado en la silla de Pérez, con la cabeza entre mis manos. No sé cuánto tiempo transcurre, pero cuando me recupero, Pérez está delante mío con un arma en la mano. Entiendo de golpe que sí, que me vio al buscar el diario, y que cualquiera de estas computadoras que tiene le dijeron con precisión quien soy, y quien era mi hermano. Y la razón de que la puerta del sótano estuviera abierta.

-Sos hermano de Kampeón- me dice sin ningún rencor en la voz.

-Carlos. Se llamaba Carlos.

-No quise matarlo, ¿sabés? Tenía un revólver.

Un revólver. Mi revólver. El regalo que lo mató, porque no tengo duda que sin eso él estaría aún vivo. Asiento, sabiendo que jamás saldré de ese sótano. No con vida. Y lo que es aún peor, sabiendo que el Pérez tuvo razón. Mi hermano, con lo que lo quise, era un hijo de puta con todas las letras. Nunca lo supe ver, y ahora ya es tarde.

La idea de suplicar se me pasa por la cabeza pero la descarto de plano. Este es un tipo decidido. Ha hecho lo que tenía que hacer para vengar a su hija, y hará aún más por proteger a su familia. Miro el caño del arma a centímetros de mi cabeza y me resigno.

-Vos tenés hijos. Y no hiciste nada. Esto es mi culpa.- me dice con firmeza, y mirándome a los ojos.

Pérez gira el revólver y lo apoya en la mesa. Pone sus manos al costado, completamente vencido. Se está entregando.

Me levanto y sin un gesto, sin un sonido, dejo la habitación del dolor a mi espalda. No tengo miedo de Pérez, ni rencor.

Recién cuando me siento en el auto veo que no será fácil lo que viene, y empiezo a llorar por mi hermano perdido. Perdido hace más años de los que quiero recordar.

Nunca volví a saber de Pérez.

viernes, 1 de octubre de 2010

Te Sigo.Capítulo 2. El Camino de la Infamia

Llego a mi trabajo a las once de la mañana, después de haber pasado casi toda la noche en Twitter, “tuiteando”. Tengo sueño pesado y una hora de viaje, así que sin duda puede y debe considerarse como un esfuerzo importante de mi parte el solo hecho de que me haya dignado venir. Dudo que lo aprecien. Pocas veces lo hacen.

En el ascensor no parece haber nadie conocido, así que aprovecho para echarme la última siestita hasta el piso catorce. La chicharra me despierta y los instintos se hacen cargo. La cara de dormido se archiva hasta que pueda llegar al baño, y mi mirada se convierte en la del agudo asistente del subgerente que soy. Con paso decidido y sobre todo apurado ignoro a la recepcionista, tal y como he hecho los últimos dos años, desde aquella seria conversación sobre “acoso sexual” a la que fui sometido, y el seminario posterior. “Limítese a saludar, Carlos, con esto basta”.

El pasillo está vacío. A esta hora ya están todos con las cabezas gachas sobre sus teclados escribiendo reportes que nadie leerá, o tratando de vender lo que sea que sus jefes les han dicho deben vender hoy. No tengo mayores obstáculos en llegar a mi cubículo. Destaco la palabra “mayores”, porque un pequeño tacho de basura mal ubicado me ha fauleado de forma grosera, haciéndome morder el polvo, pero sin testigos que insultar, por suerte. Escucho si, un murmullo que proviene de atrás de alguna de esas paredes de papel y media altura que pretenden dividirnos, pero elijo no buscar el origen, y así avanzo.

Una rápida mirada a mi escritorio me confirma que el mismo ha sido revisado, sensación que tengo casi todos los días, o todos los días que vengo a la oficina, como quiera verse. También la ignoro.

Mientras aparto papeles para llegar al botón de encendido de la computadora repaso mentalmente la lista de tareas inmediatas y me abrumo: Twitter, Facebook, GTalk, MSN, Gmail, Hotmail, IMDB y Olé, en ese orden. Parece poco, pero hasta tener todos los programas funcionando y en orden por lo general pasan más de quince minutos.

Y la clave no entra. La he introducido las tres veces de rigor, con lo cual el sistema está trabado, y no podré revivirlo sin contactar a uno cualquiera de los ratones de las computadoras.

La gente de sistemas es mi enemiga. Los conozco como si los hubiera parido, y sé que envidian cada uno de mis 344 followers en Twitter (entre los cuales hay periodistas, productores de televisión, y hasta actores que han hecho bolos). Mis amigos de Facebook, y mi locuacidad en los chats también son objeto de su admiración. Lo sé, como sé también que todos los días me espían para tratar de copiar algunos de mis chistes, o de las frases ingeniosas que luego de buscar por horas encuentro en sitios perdidos de Internet. Con alegría los veo fracasar en sus pueriles intentos por ser ocurrentes o populares. Esto sin duda es una venganza de su parte.

Tendría que llamarlos y levantarlos en peso, pero gracias a Dios no dependo de una manga de imbéciles para hacer mi trabajo. Decidido a no dejarme intimidar por la adversidad, encaro mi día desde el Iphone. No seré igual de productivo pero muerto antes de pedir “soporte”.

Mi TL, es decir la lista de personas que leo en Twitter, arde y de un soplido vuela cualquier mal humor que hubiere estado incubando. La consigna son canciones que incluyan nombres de órganos sexuales en sus títulos. Me viene a la cabeza “Pene Lane”, y estoy a punto de escribirlo cuando me interrumpen.

-Ejem.

Me doy vuelta y no es el imbécil del subgerente quien tiene una estúpida carraspera, sino el ultra imbécil del gerente. La realeza ha decidido chapotear entre la inmundicia de los cubículos, así que la razón debe ser severa.

-Señor Sepúlveda, como le va –disparo con una obsecuencia en la que cualquier tipo con algo de sagacidad vería llena de ironía. En él, por supuesto, está desperdiciada.

Sepúlveda menciona algo acerca de “reiterados llamados de atención”, pero no puedo concentrarme mucho en lo que dice, porque mi teléfono no deja de vibrar. Los DMs, o mensajes directos de mis seguidores, lo aporrean, y me frustra no poder ocuparme de las cosas importantes.

El tipo continúa con su cara de lunes, lo cual confirma que se trata de Sepúlveda. Jamás nadie le ha visto otra cara en los años que lleva vegetando en esta oficina.

Mi desprecio por el tipo no se desprende de la cantidad infinita de promociones que ha otorgado a gente de antigüedad inferior a la mía, sino de su negativa sistemática a pagarme un plan de datos ilimitado. Eso lo tuve que hacer yo con mi magro sueldo, y sé que lo disfruta.

La perorata que me dispensa no es distinta de otras anteriores, pero de repente se pone paisajístico y las palabras “mejores horizontes” me hielan la sangre. El golpe de gracia lo produce un guardia de seguridad, que se materializa en mi cubículo sosteniendo una cajita mediana de cartón.

No soy un hombre violento, pese a lo que digan por ahí, pero la situación lo amerita.

-¿Usted quién carajo se cree que és?- le pregunto ya sin tanta amabilidad.

El guardia es robusto y proactivo, y se interpone entre Sepúlveda y yo. Otro guardia de idénticas proporciones fiscaliza todo desde una distancia inferior a un metro. Me obligo a calmarme y lo logro. Trato siempre de no llegar a la contienda física cuando es evidente que voy a perder.

Sin entender demasiado lo que ocurre, o tal vez entendiéndolo demasiado bien pero sin poder aceptarlo de golpe, y con la terrible sensación de que debo estar perdiéndome vitales partes de mi vida 2.0 empiezo a llenar la caja. Sepúlveda niega con la cabeza cada intento mío de poner en la caja algún implemento de oficina, y es así como la cajita, desprovista de abrochadora, calculadora y otros enseres, es gratamente liviana.

El camino hacia el ascensor, caja en mano, es llamado “El Camino de la Infamia”, y es por lo general una buena medida para saber el aprecio que los compañeros tenían por que acaba de ser despedido. En este caso, su servidor. Detecto algunas sonrisas, más que nada de mujeres, y lo único que me impide repartir un par de bofetadas terapéuticas es la presencia de los dos guardias a cada uno de mis flancos. Por alguna razón nunca he podido tolerar que las mujeres se burlen de mi, y si estuviéramos solos, ninguna de ellas lo haría.

La salida del ascensor me provoca cierto alivio. He recuperado la señal en mi teléfono y puedo volver a conectarme a lo realmente importante.

martes, 28 de septiembre de 2010

Tablas

Pasan los 30 y son dueñas del mundo, del mundo que conocen. Un mundo de departamentos que miran a la plaza Vicente López, en el corazón de Recoleta, y de casas de fin de semana sobre lagunas. De campos a los que se llega en camionetas japonesas aunque no haga falta, y de largas sesiones de gimnasio que modelan lo que la cirugía no ha podido corregir.

Son tres, y salvo que alguna esté fuera de la ciudad, una vez por semana se reúnen a consumir alcohol y otras sustancias en cantidades industriales, mientras exploran brutales verdades de otras personas y entierran sus propias mentiras. 

Marcela es divorciada y lo disfruta. Su marido, rompiendo el molde tradicional, y violando todo código existente, decidió que amaba más el deporte que a su devota esposa, y la dejó por el profesor de tenis de ambos. Ella, tras su semana de duelo, encontró que estaba mejor sola que con alguien que había dejado de tocarla hacía ya años, y se dedicó a los maridos de las otras señoras que parecían no tener esa limitación. Había aprendido que lo importante para el sexo es la actitud, y que combinandola con un cuerpo trabajado y una carita angelical, era imbatible. 

Fernanda y Lucía elegían un perfil más bajo, debido quizás a que sus matrimonios aún flotaban en el mar de la apatía, pero flotaban, y ellas no concebían su vida a un nivel inferior al del champagne francés. 

Fernanda es madre de dos y también la dueña de casa en esta oportunidad. La providencia, disfrazada de su esposo, ha llevado los niños fuera de la casa esta noche. 

-Siempre lo mismo. Siempre hay una puta más linda que una - dice Lucía mirando a Marcela. 

Marcela se siente incómoda solo durante un segundo. No hay forma de que Lucía sospeche nada, y la frase tiene que deberse al hecho de que ella es más linda que Lucía, y que Fernanda, llegado el caso. Y que muchas más. 

-O un puto - dice Marcela, y todas se ríen en exceso. El alcohol pasa cada vez más desapercibido. Marcela está mareada y piensa que Fernanda y Lucía no están mejor. No tiene problemas en hacer papelones adelante de las otras dos, pero es importante para ella guardar algún tipo de consciencia en todo momento. Una experiencia lésbica ha sido suficiente para ella. No del todo desagradable, pero suficiente, y sabe que para sus compañeras no. 

Lucía se le acerca para "ver sus aros", y le roza distraídamente los labios con los suyos. Marcela trata de pensar en los movimientos que llegaron a eso, pero no lo consigue. El mareo continúa. 

Entre tanto, Fernanda se acerca con una pesada caja, y la pone arriba de la mesa. Adentro hay una tabla Ouija, estúpido jueguito para contactar "espíritus del más allá". Marcela desprecia imbecilidades como esa, y no recuerda haber estado de acuerdo en jugar, pero lo están haciendo; ve a Fernanda decir algunas palabras, pero lo único que escucha es el latido de su corazón, cada vez más fuerte. 

Nadie se ha movido para apagar ninguna luz, Marcela ve todas prendidas, y sin embargo, la penumbra es casi absoluta. Solamente el tablero, las letras y una copa, que se dirige hacia ella una y otra vez. 

Le duele la cabeza y más aún el pecho; le cuesta respirar y todos sus esfuerzos por moverse son inútiles. En su desesperación ve a Lucía llorar y no alcanza a entender por qué. Todavía más la desconcierta la manera en que Fernanda acaricia a Lucía, mientras clava los ojos en los suyos. 

Marcela deja este mundo, este que dominaba a placer y voluntad con más dudas que certezas, y entra en otro completamente oscuro, en el que puede ver todo con absoluta claridad. 

Lucía no era tan estúpida como ella pensaba, y las escaramuzas de Marcela con su marido eran tan evidentes para ella como la luz del día, luz que Marcela sabe no volverá a ver. Pero puede ver más, mucho más. Lucía no le guarda rencor, a pesar de la infidelidad, sino cariño, tal vez hasta amor. Forma rara de demostrarlo matándola, pero no fuera de carácter.

Fernanda, por otra parte, ha odiado a Marcela desde el día cero, y logró convencer a Lucía de que la única forma de salir adelante es matando a Marcela. Algo de algún veneno, en el transcurso de la noche ha logrado ese efecto. Todo el camino le es revelado a Marcela como una película, y lo único que puede hacer es verla desde el techo de la habitación. Testigo muda de una muerte estúpida, de un triángulo tan improbable como oscuro. 

Marcela sabe que el momento crucial de su vida es aquí, ahora, después de la vida. Siente dentro suyo el inmenso poder liberador del perdón, y ve que con solo alejarse, el futuro será mejor que cualquier cosa que haya vivido en esa vida que acaba de dejar. 

Pero mira la tabla Ouija que está desplegada sobre la mesa, y saber que en realidad no tiene elección alguna. Las tres han estado condenadas desde que decidieron jugar el estúpido juego, ese y tantos otros. Con un movimiento casual de alguna parte de su mente, logra que la copa se mueva, y las tres empiezan el camino del infierno.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Hotel Aries

Todas las tardes se sentaba mirando la montaña. El mozo le traía un whisky doble, que una sola vez tocó, y se perdía en el blanco de la nieve.

Marcos había esquiado, pero ya no esquiaba más. No esquiar mientras miraba gente bajar por la ladera norte le daba parte de la angustia que necesitaba para vivir. Una parte muy chica.

De vez en cuando imaginaba historias que la gente habría querido leer, y que a él le hubiera aliviado escribir. Historias en las que la palabra dolor tomaría estado palpable al grado de generar una empatía que le hubiera hecho bien.

Marcos había escrito, pero ya no escribía.

Todos los meses de junio, desde aquel junio, Marcos llegaba al Hotel Aries, Mendoza, Argentina, y repetía la parte invernal de su rutina destructiva. Era claro que no era un activo del hotel, así como era claro que nadie le impediría hacer lo que le viniera en gana. Ahí o en otro lugar.

La historia era simple, y por ello mucho más triste. Clara y Marcos, Love Story actos uno a tres, con el cuarto terminando en tragedia. Marcos escritor moderado éxito invitado al Hotel Aries a presentar un libro, durante el mes de junio de algún año. Discusión y un hacé lo que quieras de Clara, que embarazada se queda en Buenos Aires y muere en algún episodio de inseguridad de esos que, por falta de espectacularidad, no llegan a la página ocho de ningún diario. Mientras Marcos, en ese preciso momento, y haciendo lo que quería, bajaba la ladera norte de aquella montaña; detalle esencial en la vida y en la culpa de Marcos.

Como debe ser, la muerte de Clara coincide con el éxito desaforado de la última novela de Marcos, con paquete que incluye ediciones en doce idiomas y opción a película de Hollywood. Marcos tiene un agente y el agente tiene un poder, y esa es la única razón por la cual la vida artística despega de la personal. Marcos nunca vuelve a hablar de ese libro, o de algún otro. Y el agente, despegándose del prototipo explotador, se dedica a cobrar su porcentaje y a pagar todas las cuentas de Marcos y a girarle el resto. Marcos nunca cobra un centavo.

Marcos no es querido en el Hotel Aries. Hubo algún pianista, en algún año, que llegó a entenderlo al grado de acompañarlo sin decirle palabra. Marcos lo toleró hasta el día en que el pianista entonó la primera estrofa de Groovy kind of love, de Phil Collins. Antes que pudiera empezar a cantar la segunda, el vaso de whisky de Marcos se estrelló contra el piano. Esa era la canción preferida de Clara, cosa que el pianista nunca llegó a saber.

Había llegado a tener cierta fama, merced a su novela ya famosa, y sobre todo a su conducta mezcla de Sallinger y Dillinger. De esa fama disfrutaba en muy pocas ocasiones, cuando alguien se le acercaba. Marcos observaba muy despacio a quien le había dirigido la palabra, y si lo juzgaba lo suficientemente fuerte como para hacerle daño, lo insultaba. A Marcos le gustaba ser golpeado, y lo conseguía en algunas oportunidades, antes de que los empleados del Hotel Aries lo protegieran.

No es sorpresa para nadie decir que el único deseo de Marcos era morir, y que lo único que lo mantenía con vida era su voluntad de no darse esa satisfacción.

Hasta esa tarde.

El ruido habitual del hotel tenía un matiz distinto, un ruido a problema, a tragedia. El no se metía en la vida de nadie, y lo específico del asunto no podía importarle menos. Pero el clima se olía.

Marcos miraba la montaña, como todos los inviernos de su vida, y la vio. La distancia era imposible y la figura clara como su nombre: Clara. Y lo llamaba.

Nadie vio a Marcos salir del hotel, y nadie lo vio tomar la moto de nieve.

Trazó mentalmente un camino hacia Clara, que seguía con la dificultad que la falta de dominio del vehículo, la creciente oscuridad y su ansiedad le daban. Pero avanzaba. La ansiedad ganó a la precaución, y en los instantes previos al golpe llevaba la moto a su velocidad casi máxima.

No llegó a desmayarse ni tampoco le sorprendió no encontrar a Clara cuando pudo elevar la mirada. En los raros tiempos de lucidez que tenía reconocía que seguramente estuviera loco, y por ello sabía que Clara no podía estar allí. Acostado en la nieve, mientras la hipotermia iba ganando su cuerpo, se dispuso a morir.

Había oído hablar de la resignación frente a la muerte, y de esa extraña paz que se acerca a quienes no tienen ya esperanza. El no sentía nada de eso. Nunca había tenido tanta angustia.

-Por favor, ayudame.

La voz si lo sorprendió, y pudo ver a una niña de no más de diez años, tirada en la nieve. Lloraba, y por alguna razón él recordó que nunca lo había hecho. Nunca después de la muerte de Clara.

Marcos abrazó a la niña, mientras repasaba su situación. La moto de nieve estaba destrozada, y él mismo sentía la hipotermia como algo sólido. No podría salvarse él aunque quisiera, y mucho menos a la niña. Y supo que a la niña, o a su falta, se debía el estado de exaltación del hotel entero.

Cuando todo se va, queda el oficio, y él lo sabía. Ramón Potente, el personaje de sus libros no se hubiera dejado morir en la nieve, y menos aún hubiera dejado a la niña. Eso y matarla era lo mismo. No, Potente hubiera analizado rápidamente la situación, y la hubiera resuelto de la forma más improbable y gráfica que hubiera a mano.


-Shhh, chiquita, ahora vengo.


-Por favor, no me dejés.


Caminó hasta la moto de nieve que se encontraba destrozada metros atrás, y agradeció que el tanque de nafta no se hubiera roto. Ramón Potente sabía que la única chance era que más personas fueran en su rescate. Destapó el tanque, hizo un sendero de combustible sobre la nieve, hacia el tanque, y prendió su encendedor.


El reguero de fuego llegó hasta el tanque antes que él tuviera tiempo de protegerse.


La niña se llamaba Clara, y su recuperación había sido tan milagrosa como su rescate. Dos días de hospital la dejaron como nueva, y junto a sus padres hizo le hizo la visita de rigor. Marcos había tenido una contusión, de la cual también se estaba recuperando. Toda la experiencia había sido una mera dilación a sus próximas tardes en el Hotel Aries.


La familia le agradeció, le prometieron visitas que serían hechas cuando él volviera a Buenos Aires, y se fueron. O casi.


La niña entró a su habitación un segundo después.


-Ella me dijo que te diga algo.


Marcos no necesitó preguntar para que la niña siguiera.


-Me dijo que está bien, pero triste. Que no puede leerte. Y que para hacerlo necesita que escribas … y que vivas. Era muy linda.


Una semana después, la única figura ladera abajo, en la montaña, era la de Marcos. Esquiaba como si el tiempo no existiera y como si las leyes de la física hubieran sido escritas para otros mortales.


La tormenta no lo sorprendió, pues era la razón por la cual era el único esquiador. Las pistas estaban cerradas por peligro de avalancha, pero hacía tiempo que las reglas habían dejado de importarle. Algunos billetes le habían abierto una silla, y nada más importaba.


La avalancha se desató sin previo aviso, cientos de metros arriba suyo. La vió y sonrió.


Sabía que este era el principio de una nueva vida, y sabía que hacer al pie de la letra: esquiar como el diablo para encontrarse con Dios y con Clara cuando fuera su tiempo, pero ni un segundo antes.


Y vivir para escribirla.