lunes, 21 de julio de 2014

Sit

Esta historia es verdadera, salvo alguno que otro detalle, pero como el diablo está en ellos, nunca conviene ser demasiado preciso.

Corren los ochenta, y justo antes de que se vayan, dos viejitas se suben a un ascensor en un lujoso hotel de Nueva York. Ambas son argentinas y rondan la edad de aquel siglo.

Caminan con lentitud hacia el centro del ascensor vacío. Saben que un paso mal dado equivaldrá a una cadera de titanio, y ellas prefieren otro tipo de metales, tal como puede apreciarse en sus cuellos, orejas y manos.

El vehículo se pone en marcha en la dirección deseada por las mujeres, hacia abajo, y ambas aprovechan para acomodar las pieles de los animales que las envuelven. Está llegando el otoño, y el trayecto entre el hotel y la limosina Volvo puede ponerse fresco.

Imposible saber qué piensan, pero es más que probable que al menos una de ellas esté recitando en francés el texto de La Boheme, ópera que en menos de una hora deberán estar presenciando. Tal vez no. Lo que sí podría ver cualquier observador ocasional es el gesto de fastidio de ambas cuando el ascensor se detiene en el noveno piso.

Las puertas automáticas empiezan a abrirse, y ninguna de ellas mueve un músculo. Sea quien sea que vaya a entrar, deberá acomodarse en alguno de los cuatro rincones disponibles. Ellas estaban primero, y son ellas.            

Los sorprende la ausencia de luz. Las puertas se han abierto por completo, y lo único visible es una pared a escasos centímetros. Ellas retroceden tal vez medio paso sin siquiera notarlo.

Poco a poco los ojos se van acostumbrando, y nuevos elementos pueden apreciarse. La pared es una persona. Zapatos negros, inmensos y brillantes como espejos. Un pantalón planchado como a ellas les gusta, con raya de hierro, pero tan largo que parece interminable. La imagen continúa con el pecho y el rostro de un hombre que las mira la calma de la muerte. Ellas no saben cómo ni cuándo ha sucedido, pero se encuentran apretadas contra la pared de atrás, y empujando.

El brazo del hombre se mueve en un gesto casual, y una correa (negra, como todo lo demás) se tensa. Un animal salido del infierno se acerca al hombre, y los dos entran en el ascensor.

Las ancianas han cedido cuanta superficie es posible, y se acurrucan en un rincón, con tanta dignidad y temblores como el pánico les permite.

El hombre les da la espalda y sin mirarlas, pronuncia una sola palabra, con una voz tan grave y segura que es imposible resistirse

-       Sit!

No es momento de dudar, y ninguna de las señoras lo hace. Con toda la agilidad que les permiten los años y el miedo, se sientan en su rincón. El perro también lo hace.
         
Ahora sí el hombre mira a las mujeres con lo que ellas después definirán como calma. Una calma eterna. El perro doberman del hombre las mira de la misma forma.
               
El sonido de una campanita lo devuelve a la realidad, y al abrirse las puertas, el hombre y su perro salen del ascensor, dejando a las dos señoras sentadas y recuperándose.
           
No hablan del fatídico viaje en ascensor con nadie, hasta dos días después, cuando al momento de abandonar el hotel, se acercan al mostrado

-     La cuenta ya ha sido pagada –les dice el empleado del hotel en un perfecto español

-     No puede ser –responde una de ellas

-   Sí, un ilustre huésped del hotel mencionó que sin querer les había hecho pasar un momento incómodo el otro día…

-  ¿Ilustre? ¿La bestia del doberman? ¿Y tiene nombre? Es un boxeador, ¿no? 

-  No, es un jugador de basket. Y sí, tiene nombre, es Michael Jordan.
           
O reventar.