martes, 22 de marzo de 2011

El Beso

Música, tragos, roces, luces y olores. Los cinco sentidos abrumados, hartos, saturados, todo con el único fin de no dejarme pensar. Fallan de manera miserable.

Mi vaso se llena tan rápido como lo vacío, y el vacío se agranda con cada trago que me invitan. Cerveza, fernet, whisky y champagne, pero todo va al estómago. La cabeza sigue tan fría como siempre.

-Cambiá la cara, che, ya va a pasar.

Pero se equivocan. Ya pasó. Ella se fue, y lo que queda no es ni el diez por ciento del hombre que fui, parafraseando a McCartney. Lennon no tuvo nada que ver con Yesterday.

-¿Creés en la magia?

La pregunta viene de la nada, y al mirar hacia la nada, me encuentro con los ojos más negros que la noche pudo haber creado. No hay palabras para describir la belleza de la mujer que tengo enfrente, y de golpe mis cinco sentidos se centran en ella. Su voz no pasó por mis oídos, fue derecho a mi cerebro, y a partes más bajas también. No me está tocando, pero la distancia entre ambos es algo físico, palpable. Huele a infierno, pero a ese al que los hombres moriríamos por ir. Y puedo sentir el gusto de su boca, aún sin haberla probado.

-No. La magia no existe.

No trato de hacerme el gracioso, ni el interesante. Podría entrar en un debate acerca de la realidad y la fantasía, pero los ojos negros me dicen que no pierda el tiempo, que no la subestime, y que no me haga el tarado. Así de simple.

-Se ve que no. Vení.- dice, y me agarra de la mano.

No hay corriente eléctrica al tocarla, ni cambio de temperatura. Es como haberse aferrado a una tabla en el mar, y de alguna forma me dejo llevar por la corriente.

El auto está en la puerta, y antes de saber cómo, estoy entrando a mi departamento, siempre con ella de la mano.

-La magia –me dice- la magia existe. Esa luna que ves por la ventana, ¿cómo es que flota sin caerse? O los recuerdos que tanto te atormentan; son cosas que pasaron, pero para vos están más vivas qué nunca. ¿Qué es eso sino magia?

No puedo contestarle. Mi mente está más allá de todo razonamiento, y su cuerpo desnudo hace que nada me importe menos que lo sobrenatural. Estoy en un estado animal puro.

Hace y me deja hacer, como si fuera un juego de ajedrez en el que cada ficha mueve un sentido, una sensación, una fibra. Ha dejado de hablar de magia, convirtiendo sus gemidos iniciales en gritos. Así, durante una o varias horas, hasta que cada uno de mis músculos pide una tregua. Todos menos uno.

-Tu corazón late muy fuerte. Y no hay magia más poderosa que esa.

Pero su mano en mi pecho es ahora fría, y me viene a la mente la película esa en que alguien llamado Neo, revive a su amor dándole un toque de vida en su corazón. Pero al revés.

Su mano me calma, y los latidos son cada vez más espaciados. La sensación de paz me va invadiendo, y no es miedo lo que tengo, sino la certeza de que de todas las formas posibles que la muerte tuvo para llevarme, eligió la mejor.

-No te equivocás. Y aún así, no tenés razón.

Su mano se aleja de mi corazón, y aunque han pasado varios minutos del último latido, empiezo a pensar que puede haber otro.

-Hoy era el día, o la noche. El momento. Y no es que no estés listo, pero no soy una mujer a la que le guste deber, y si vinieras conmigo ahora, quedaría una deuda impaga para siempre. Pero estamos a mano.

Traté de besarla. Hubiera dado todo lo que tuve y podría tener por un beso más, pero no fue posible.

- Ahora dormite.

Y dormí como nunca lo había hecho, y me levanté con el mismo pesar del día anterior, el cual tardó lo que tarda el tiempo en desaparecer. Y vinieron alegrías y tristezas, años y más años. Una vida

Y ahora, mientras camino con la ayuda de un bastón, veo a mis nietos en la plaza, o juego al dominó, sé que ya no queda mucho, y hace días ya que la espero.

Sin miedos y sin ansias. En paz.

Sé que vendrá en forma de beso.

jueves, 10 de marzo de 2011

El Ultimo Fósforo

Era una noche más de pantallas abiertas. Un word, mail, alguna que otra red social, música y el Safari. Pantallas y botellas. El Jack Daniels estaba ya por la mitad, y había sido inaugurado solo un par de horas antes.

En algún momento hice click sobre un link, y se abrió el blog, ese en el que una tal Soledad describía algunas vueltas de la vida.

Odio la catársis 2.0. Es barata y pueril. Por lo general va por carriles que mezclan la palabras corazón y llanto, abandono y traición, y la repetición indiscriminada de la palabra “amor”, a un promedio de dos veces por párrafo. Y abundantes errores de ortografía.

Pero Soledad no decía nada de eso. Arrancaba como un cuentito casi infantil, describiendo con simpleza un encuentro, y lograba mostrar la risa y hasta la felicidad, sin caer en esos montajes de comedias románticas, que terminan en un paseo por algún parque, en el que los protagonistas caminan con los zapatos en la mano y cara de imbéciles.

En algún momento, ya por el tercer o cuarto párrafo, la cosa empezaba a complicarse, y no eran motivos sórdidos o fulgurantes, sino caminos que llevaban a lugares distintos.

Llegando al final del relato, Soledad (24 años), escribía entre líneas, con letra de molde y sangre, que no había ninguna posibilidad de que siguiera viviendo una noche más. “No importa que con el último fósforo se haya encendido una gran hoguera. Ningún fuego es eterno, y era el último fósforo”. Para mí, estaba clarísimo.

No usaba palabras como suicidio o muerte, ni siquiera despedida, lo que hacía la imagen aún más poderosa y tangible.

Abrí la ventana, y el humo de mi habitación se escapó junto con toda mi modorra. De golpe estaba más despierto que nunca, y con algo importante por hacer: encontrar a Soledad.

Mi camino hacia el blog había sido sinuoso, y no hubo forma de reconstruirlo. Y el blog en sí, tenía una sola entrada, esa, y cero datos personales o comentarios.

La solución no estaba en la red, sino afuera, o adentro del cuento, y ahí volví. Soledad hablaba de trenes y de barcos, de alturas cercanas a Dios, y de plazas con barrancas que bajaban como la vida. La idea me vino de golpe, y era tan improbable como la situación. También era la única que tenía.

El edificio Kavannagh está sobre la calle Florida, y del techo se puede ver la plaza San Martín, la estación de Retiro, y el puerto. Y esa noche, a una mujer de 24 años llamada Soledad, parada en la cornisa norte.

Me había tomado diez minutos llegar al lugar, y una corta carrera de menos de veinte metros llegar a los ascensores, con un sereno persiguiéndome a los gritos. Pero todo eso había quedado atrás.

Me acerqué despacio, y ella se dio vuelta como si me esperara.

- ¿Cuál es el sentido de todo? –me preguntó con tristeza.

Encogí los hombros, sin dejar de mirarla, y retruqué con la pregunta que esa noche salvó dos vidas, la suya, y también la mía, en formas que solo el tiempo me haría entender.

- ¿Buscarlo?

Pasó un segundo o una hora, no puedo saberlo, pero cuando tendí la mano, ella la tomó, y bajó de la cornisa. Cuando nos dimos vuelta, dos guardias de seguridad miraban en completo silencio, asustados.

Nos dejaron salir sin decir palabra, y un rato después estábamos sentados en un bar de la estación. Soledad todavía temblaba un poco, y en su mano derecha, tenía un papel arrugado. Me lo dio.

- Es la historia de tu blog – le dije, mientras lo leía.

Fue la última vez que hablamos del tema, pero su respuesta me intrigará para siempre.

- Yo no tengo un blog.

lunes, 7 de marzo de 2011

Síndrome de Estocolmo

El Síndrome de Estocolmo, en su versión oficina, es el más peligroso de todos. Semana tras semana, en días de 9 o más horas, encerrado con gente a la que no le pediría un vaso de agua en el Sahara. Y con Sandra.

Una “presencia agradable”, después de meses de ser la única, se va convirtiendo en algo más que eso. Cualquier forma que se esconda debajo de ropa formal, empieza a ser adivinada con el tiempo, y con más tiempo, pasa a ser codiciada.

Y cuando el único contacto con un mundo lleno de imbéciles, es tu secretaria, y cuando tu secretaria convierte cada pedido de colaboración tuyo en algo tangible, sonrisa mediante, la cabeza empieza a trabajar duro y parejo.

Y un roce casual se convierte en uno premeditado, y así, casi sin saberlo, estoy saliendo de un albergue transitorio, después de un almuerzo de negocios, que coincidió, a los efectos de la gente de recursos humanos, con una visita al médico de Sandra. Al lado mío, Sandra.

Hasta ahí, todo de manual. Bastante patético y mundano, pero de manual. Sin embargo, ese mediodía, en ese sórdido estacionamiento del albergue (todo es sórdido cuando la situación lo es), una serie de acontecimientos se desencadenan. Todos al mismo tiempo, y todos nefastos.

A veinte metros o menos de mi auto, unos ojos conocidos se clavan en los míos. Es Marcela, una amiga de mi mujer, recientemente separada. Marcela carga con todo el resentimiento del abandono, y lo descarga varias noches por semana en mi casa, cuando mi mujer la invita a cenar. El resultado son agrias discusiones, las que por lo general terminan con uno o dos insultos, y conmigo yéndome a dormir enojado, contaminado por venenos ajenos.

Y mi mujer que se queda con esta loca, hasta quien sabe qué hora de la mañana, hablando de lo turros que son los hombres. Agravado por el hecho de que es su amiga más cercana, y una de las pocas personas que frecuenta.

Marcela y yo no nos caemos.

Su reciente separación le garantiza impunidad para acostarse con quien quiera, y su odio por mi devendrá en que en los próximos diez minutos esté hablando con mi mujer, contándole con quien ha tenido el placer de cruzarse en este inmundo albergue. La cosa no pinta bien.

Solo por curiosidad, y aún en el medio de la debacle, trato de saber quién es su acompañante, pero lo único que veo es una silueta cubriéndose con una campera negra de mujer, mientras se sube al asiento del acompañante de Marcela. También de manual, Marcela está con una persona casada. Típico, todo tan típico que deprime.

La novela dura unos segundos, y mi secretaria no se percata de nada. Así de limpio ha sido todo.

El resto de la tarde es un infierno para mi, y el hecho de que yo mismo me lo haya ganado, no me tranquiliza en absoluto.

Soy un tipo frío, y en cualquier otra situación agarraría una hoja de papel, y dibujaría diversos cursos de acción. Ahora no tengo que hacerlo para saber que uno será peor que el otro. Y es que todos los problemas se reducen a uno: quiero a mi mujer, y esta estupidez del mediodía me hará perderla.

El intercomunicador me avisa que tengo una llamada, y la voz de Sandra me dice que es mi mujer.

-Pasala, por favor – le digo con lo que me queda de voz.

Ninguno de los dos dice siquiera un “Hola”, y el silencio dura algún tiempo. Al final es ella la que lo rompe.

-Martín, tenemos que hablar.

Y es curioso como esas cuatro palabras iluminan una parte de mi cerebro que estaba en noche cerrada, y veo todo con claridad. La escena de Marcela subiéndose al auto, y la de su acompañante escondiéndose tras una campera negra de mujer. Una campera negra de mujer, idéntica a una que tiene mi mujer.

Y me doy cuenta de que el Síndrome de Estocolmo, en una casa, es aún más peligroso que en una oficina.

jueves, 3 de marzo de 2011

La Marta

Funciona solo, pero está bueno leer primero: Escrito en Piedra. http://bit.ly/felKOK

Solo la gente que ha estado a punto de morir, sabe la importancia de una segunda oportunidad, y Marta es una de ellas.

La pesadilla se presenta esa noche, como todas las noches, y dura solo un segundo. En ese segundo ella arde con un dolor que solo el tiempo y años de terapia pudieron definir como angustia, y luego de ese segundo, se convierte en recuerdo. Sucede en el instante previo al alba, cuando todas las cosas son reales o no, según el mundo en que uno se encuentre.

Marta no fue siempre Marta. En otra vida, la anterior, era “La Marta”, y no se acuerda de ella con cariño, o respeto. “La Marta” murió quemada, un mediodía en que fue sorprendida por su marido, tras una infidelidad. Una muerte tan cruel como estúpida. Una que no se dio.

Juan hizo lo que Marta nunca creyó posible, y la dejó vivir. El segundo en que él apoyó el bidón de nafta en el suelo, ella renació.

Marta tuvo una segunda oportunidad, pero de las buenas. De las que vienen con ayuda, y de las que se aprovechan. Estudiar fue parte del proceso de cura, y escribir la dio de alta. Que los libros se vendieran, algo que ella solo pudo tomar como parte del milagro.

Ella sabía que pocas cosas en la vida pasan por casualidad, y que con las precauciones adecuadas, no corría riesgo de encontrarse con Juan nuevamente. Jamás. Y por eso, cuando el tiempo hubo hecho su trabajo, lo buscó. Y lo encontró. Habían pasado diez años.

Juan sí seguía siendo El Juan, solo había cambiado el barrio, por otro igualmente pobre. Y a El Juan se le habían sumado una compañera, y dos hijos.

Y ella esperó, porque sabía, lo había aprendido, que la vida a veces tiene cambios de humor. Y esperando, estuvo cuando El Juan perdió su trabajo, y ella, a través de algunos de sus contactos, en esta nueva vida que él le había regalado, pudo conseguirle otro mejor.

También estuvo cuando los hijos de El Juan terminaron la escuela, y fue ella quien por distintos medios, los llevó a la universidad.

Y está ahora en esta mañana gris, tan gris como su pelo, en que la lluvia moja las lápidas del cementerio de la Chacarita. Los hijos de El Juan ya tienen hijos, y extrañamente, no se respira tristeza, sino paz.

Nadie repara en la anciana que desde lejos observa el entierro de aquel a quien traicionó, y a la que la vida le permitió de alguna forma reparar esa traición.

Nadie repara en una historia que jamás llegó a los diarios, como toda historia que valga la pena vivirse.

martes, 1 de marzo de 2011

Escrito en Piedra

Parece que no pasó un segundo entre que cerró los ojos y tuvo que volver a abrirlos. Hace un esfuerzo por enfocar los ojos, y el reloj no miente. Son las cinco y media de la mañana.

Normalmente podría dormir hasta las seis, pero el ciclomotor no tiene nafta, y la quincena se cobra recién hoy. No hay plata, y tendrá que caminar las sesenta cuadras que hay hasta el transporte. Desde ahí, dos horas más hasta la obra.

Pararse es igual a dolor. Hace dos días que descargan ladrillos, y hoy será otro más. A él le gusta levantar paredes, pero para eso hay que tener material, y el material pesa.

Acaricia la cabeza de la Marta con cariño, y deja la pieza. Será de noche cuando regrese.

Hay días en que todo sale bien, y algún paro impide que los camiones lleguen a la obra. Es viernes, y el constructor los libera al mediodía, después de pagar la quincena. El Raúl lo acerca hasta la estación de servicio que queda a doce cuadras de su casa, donde compra la nafta para el ciclomotor. El sábado llevará a la Marta hasta el Puerto de Frutos.

Pero también hay días en que todo sale mal.

Cuando llega a la esquina de su casa, ve que un hombre se está despidiendo de la Marta, y lo hace con un beso en la boca, antes de subirse a un Fiat 128 rojo. El se queda parado en esa esquina, mientras toda su vida con la Marta pasa por su cabeza, al igual que ocurre en las películas, cuando alguien va a morir.

Después de un segundo, o de una eternidad, empieza a caminar despacio, y sin darse cuenta, está parado frente a la Marta, que fuma con tranquilidad en la cocina.

En los ojos de la Marta hay arrepentimiento, pero solo un segundo. Después viene el desafío, y por último el desprecio.

El ha pasado de sentirse vacío, a traicionado. Ahora, lo único que tiene es rabia.

No es él quien empieza a desenroscar la tapa del bidón de nafta, y no es la Marta la que ha cambiado su mirada de desprecio, a terror. El cigarrillo le cuelga de la boca, y ha tratado de correr, pero está paralizada. Pero no son ellos, sino dos personas que actúan una obra escrita por el diablo, hace ya muchos años. Una obra en la que bastará que él haga un gesto con su mano derecha, para que ella arda en el infierno.

Y él recuerda su propia infancia. A su madre siendo golpeada por su padre, y la infinita tristeza de sus hermanos menores. La tristeza propia.

El no sabe que es la muestra, la muestra de que no importa la piedra en la que las cosas hayan sido escritas, son los hombres quienes las cumplen o no. Y él es un hombre.

Despacio, en cámara lenta, y con una fuerza superior a la necesaria para descargar veinte camiones de ladrillos, vuelve a ponerle la tapa al bidón de nafta, y lo apoya con suavidad en el suelo.

Nunca volvió a ver a la Marta y dicen, los que lo conocieron, que logró ser feliz.

Termina en: La Marta http://bit.ly/gxkFwD