martes, 6 de noviembre de 2012

Acoso


- A ver, Lautaro, ¿cuántas veces te dijimos de ir de putas y no quisiste?

Así me recibe el Pibe. No hay hola ni cómo estás. Solo la frase. Y el abogado, por supuesto. Me siento sin que me inviten. Y no contesto.

El Pibe no llega a los treinta, y si se sigue conduciendo así, no llegará a los cuarenta, aunque todavía no lo sabe.

-Lautaro, ¿sos boludo vos?

El abogado pone una mano tranquilizadora en el antebrazo del Pibe, pero no lo conoce. El Pibe está acostumbrándose a mandar, y cree que la calma sobra. Pega un puñetazo en la mesa, y como todos los días, lamento que su padre no haya muerto sin descendencia.

-Disculpe-interrumpe el abogado-, si me permite, lo que necesitamos es una explicación a esto.

El abogado gira la computadora y aprieta un botón. Empieza una película muda que ha sido cuidadosamente editada. Todas las escenas me incluyen en situaciones poco elegantes con mi secretaria, Andrea.

Andrea tiene casi cuarenta años, y aún es una hermosa mujer. Su cara muestra sorpresa y desilusión, todo junto, mientras la apoyo contra la fotocopiadora y trato de besarla, escena uno. Corte a pasillo y mano en la cola, mas dolor, escena dos. Y así.

-Basta, ya entendí el argumento-le digo al Pibe- y también conozco el final. ¿Andrea se quejó?

-No, Lautaro, no se quejó. Y me chupa un huevo si se queja o no. Lo que me importa es lo que me dice el boludo del abogado, y es que la mina nos puede hacer un quilombo infernal por tu calentura. Acoso sexual y esas mierdas. ¿Estás enfermo? ¿Adentro de la empresa te tiene que agarrar la calentura? Yo sabía que esa imagen de santurrón era falsa, pero no esperé que me lo demostraras acá adentro. ¿Sabés lo que nos puede hacer?

-No. Pero si no lo hizo hasta ahora, ¿por qué lo haría?

Al abogado no parece importarle que el Pibe lo haya insultado. Lejos de eso, procede a explicar solícito.

-Esteeee, la cosa es así. La señorita Andrea forma parte del plan de reestructuración, y dadas las condiciones actuales, creemos que esa inclusión corre peligro. Se ha generado una contingencia.

Me toma un segundo traducir la jerga inmunda.

-¿La ibas a echar?- le pregunto al pequeño imbécil.

-Ehhh, sí. Estamos reduciendo gente. Y ella es cara para secretaria. Te íbamos a contratar otra. Una pendeja mas linda, viejo pajero.

Me faltan dos años para jubilarme, pero no es por eso que tolero los insultos. No puedo pensar solo en mí.

-Bueno, ¿y qué querés?

-Nada. Decirte que te estamos viendo. Que pares de joder. Andá de putas si querés, o violala en su casa. Acá no jodas mas.

-¿O qué?

Me mira con rabia. Sabe que no puede manejar la empresa sin mí. No todavía.

-Andate, querés. Y dejá de joder.

Salgo sin cerrar la puerta, lo que le molesta, y llego hasta mi oficina caminando despacio. En la puerta me está esperando Andrea, con la mirada de dolor que mantiene sin pausa desde hace un mes, desde que empecé a tocarla.

De golpe me siento cansado, son muchos años encima, y no estoy para estas cosas. Veinte minutos después estoy entrando en mi casa. Mi mujer me recibe con un beso.

-¿Y?-pregunta.

-Ya está. Se acabó. Pero Andrea no me lo va a perdonar nunca.
-Nunca es mucho tiempo-me dice con sabiduría- vas a ver que todo pasa.

Me pone un whisky con hielo en la mano y vuelve a la cocina. Yo pienso en la mirada dolida de Andrea, en la despectiva del Pibe y en la sumisa del abogado, y me digo que no importa. Mañana cuando entre a la empresa, Andrea va a seguir teniendo laburo. Lo demás, lo demás se verá mas adelante. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Tragedia

La angustia es como el frío: una vez que se te metió adentro, no hay cómo sacarla.

¨Me llamo Isabel, y durante algo más de cuatro años fui feliz¨, diría, si tuviera que presentarme en un grupo de autoayuda para gente que acaba de perderlo todo.

Tengo todos los aparatos prendidos. Han pasado ocho horas de la desaparición del avión en la cordillera, y los medios de comunicación asumen lo peor. Y peor que eso son las redes sociales. Tendría que apagar la computadora, pero sé que la primera información que exista, llegará por ese medio. ¿El precio? Los centenares de chistes sobre la suerte de los pasajeros.

Los más obvios, por supuesto, hablan de sobrevivientes comiéndose entre sí en la punta de alguna montaña. Los demás, simplemente de la sucesión de catástrofes que ocurren en el país trasandino, y de lo felices que eso los pone.

Mi marido y mi hijo de tres años venían en ese avión.

Una parte de mí se ha vuelto completamente insensible, y observa desde afuera cómo cinco imbéciles repiten chiste tras chiste solo para ser festejados por otros cientos, o miles, de chupamedias que los aplauden como focas.

Un canal de televisión publica la lista de pasajeros, y el nombre de mi marido sobresale de inmediato. Es actor, y esto es nafta entre los imbéciles de Twitter. Los hashtags empiezan a multiplicarse, y observo con fascinación cómo los hijos de puta despedazan a mi familia, sin siquiera detenerse en mi hijo, al que ahora han empezado a llamar “el canapé”.

Hay cobertura en vivo desde aeroparque, y también desde Ezeiza. En ambos lugares se agolpan familiares de los pasajeros. Pienso en lo estéril de salir de mi casa. Cualquier cosa que pase, la sabré primero acá.

El teléfono no deja de sonar, y cada llamado dura menos de cinco segundos. Familia y amigos quieren saber las novedades, y apenas descubro que no es una llamada con información, corto de inmediato. La línea tiene que estar libre.

La primera foto llega desde la cuenta de Twitter de alguien en Perú, y es del fuselaje de un avión. En cuestión de minutos la red está poblada de imágenes aterradoras. Lo único que se acerca en virulencia a las fotos, son los chistes de algunos que todavía están despiertos. Son casi las cinco de la mañana, pero hay gente que no duerme nunca.

A las seis ya está casi totalmente descartado que las fotos sean del avión perdido. Resulta que algunos, con un ingenio agudísimo, decidieron buscar en Google imágenes de tragedias aéreas, teniendo la precaución de asegurarse que los colores de los aviones fueran similares a los de la nave en cuestión. Y tuvieron éxito durante más de una hora.

A las ocho de la mañana, finalmente, la noticia termina de arruinar el día de legiones de internautas. El avión ha sido encontrado en una zona despoblada del sur de Chile, completamente intacto. No hay víctimas, y hace menos de dos minutos logré hablar con mi marido y con mi hijo. Están bien.

Mientras borro mi cuenta de Twitter, termino de leer con asco los últimos mensajes de consternación por el hallazgo.

lunes, 13 de febrero de 2012

Mundo Digital

El comunicado se emitió el primero de marzo del año 2012, y estaba firmado por todos los países miembros de las Naciones Unidas. Tenía cinco puntos, bibliotecas de anexos, y dos conceptos fundamentales:

El mundo dejaría de ser habitable para la raza humana el 23 de noviembre de 2012; y

La única salida posible sería la digitalización total, la que habría de ser optativa y gratuita a partir del día de la emisión del comunicado.

En absolutamente todos los países, y en todos los idiomas, procedió a explicarse que lo único que habría de sobrevivir a la catástrofe (múltiples de ellas en realidad, que ocasionarían la debacle definitiva), eran los servidores en los cuales la memoria de la gente, e incluso su capacidad de pensar y relacionarse, habrían de preservarse.

La diferencia no habría de existir. Tal y como se promocionaba, las vidas seguirían exactamente igual, incluyendo nacimientos y muertes, con la única excepción de que no habría ninguna existencia física. La virtualidad sería total.

El tiempo de luto fue inexistente. Los medios sacaron un cálculo veloz, y este decía que no habría tiempo material posible de realizar la digitalización de siete mil millones de personas antes del final. Lo que siguió fue el pánico.

A medida que los “cuerpos se iban digitalizando”, la interacción entre personas físicas y virtuales se iba haciendo cada vez más fluida, y las filas para cambiar de estado crecían exponencialmente.

En un plazo de seis meses la población digital era de tres mil quinientos millones, y los servidores colapsaron, interrumpiéndose así el proceso de conversión.

La resignación era total, y en la noche del 22 de noviembre de 2012, las personas que aún no habían sido digitalizadas, esperaban el final en paz. La mayoría de ellas, en todo caso.

El 23 de noviembre fue un día normal, o todo lo normal que podía haber sido dadas las circunstancias.

Las explicaciones llegaron a partir del día 25, y la subsistencia del mundo fue calificada como un milagro, pese a que en efecto había cientos de razones técnicas para explicar el mismo.

La mañana del 26 de noviembre, once personas se reunieron en una instalación tan secreta que solo ellas sabían de su existencia. Por sus ojos habían pasado los informes que señalaban, sin ningún lugar a duda, que el mundo no podría sobrevivir con una población de siete mil millones de personas.

Sobre sus espaldas pesaba la decisión de haber determinado la extinción de la mitad de la raza humana, pero eso era algo con lo que podían vivir.

jueves, 26 de enero de 2012

Plan B

Toda la vida fui prolijo. Prolijo y cagón. Prolijo, cagón y consecuente. En la muerte no habría de ser menos.

La depresión era enorme, y el psiquiatra que me veía tres veces por semana, me hacía idéntico número de recetas. Así durante un mes. Yo nunca creí en las drogas, así que no tomaba nada, y acumulaba papelitos. Con la decisión, fue solo cuestión de visitar doce farmacias hasta munirme de una cantidad industrial de quién sabe qué cosa.

Estaba podrido de ver series de televisión en las que médicos de ambos sexos (que serían modelos en cualquier parte del mundo), hacían lavajes de estómago, salvándole la vida así a gente que, como yo, tenía otras ideas. No quería que eso pasara conmigo, así que necesitaba un plan B, por las dudas.

Por una infinidad de razones, la cosa tenía que pasar en el baño. Cualquier otro lugar no hubiera sido higiénico, y odio la suciedad. Y por otra parte, era la única forma de amortizar el hidromasaje que había costado una fortuna, y había sido usado solo una vez.

Nunca voy a entender por qué me dejó Andrea.

Una alternativa a los calmantes era directamente la vieja y querida tostadora en la bañadera. Clásico, y en las películas no hay nadie que se salve de eso. El problema es que seguramente dolería, y no soy muy proclive al sufrimiento físico. En el espiritual ya estoy curtido.

No estuve a punto de hacerme millonario por carecer de ideas, y fue así que se me ocurrió el brillante Plan B.

Rebané una vela que Andrea había comprado para algún romántico momento (de esos que no volverían), y la puse en el costado de la bañadera. De la tostadora saqué el cable, y pelé una de las puntas, poniéndola arriba de la vela. La encendí, enchufé el cable, y tomé todo lo que pude tomar.

El agua está a la temperatura ideal.

Andrea y la puta que te parió. De todos los tipos con los que me podrías haber engañado, ¿tenía que ser justo con Martín?

Martín era mi socio, hasta más o menos ahora. Y los dos se fueron a Estados Unidos. A mis espaldas. A cagarme.

Mientras me voy quedando dormido, pienso en la brillantez de mi plan. El momento en que las drogas hagan su efecto, la vela se habrá consumido, y el golpe de la electricidad será mortal e indoloro. Debería haber patentado el sistema.

He inventado infinidad de cosas, y cada una de ellas tiene su patente correspondiente. No he podido vender ninguna de las patentes, pero el mecanismo que permitía que los ciegos manejaran tenía grandes perspectivas. Creo que hubiera podido pegarla con eso, pero me cansé de esperar el llamado de alguna automotriz.

El teléfono no para de sonar. Contestador.

-Hola, mi amor, atendé. Es importante. ¡Tenemos una sorpresa para vos!

Morirme escuchando su infidelidad me mataría. Gracias a Dios no tengo ni fuerzas para levantarme. Es todo silencio ahora, y solo se escuchan los latidos de mi corazón. Cada vez más espaciados.

-Atendé. En serio. Dale. Daleeeeee.

Es sadismo en estado puro lo de Andrea. No puedo odiarla más.

Mi corazón ya no late, y la muerte viene con una certeza: no duele.

-Mi amor, bueno, te lo decimos por acá. Vinimos a Estados Unidos a vender la patente del auto para ciegos. ¡Y la compraron! No te quisimos decir nada porque ya sabés como te ponés, como te pega la ansiedad, pero ya está. Sos millonario. Sos…

Eso es lo último que alcanzo a escuchar. Estoy más preocupado por la luz que se me acerca, y extiendo una mano para tocarla. ¿Y saben qué? Duele. Duele como nada nunca en la vida me dolió.

Abro los ojos y veo mi cuerpo estremecerse como si estuviera en la silla eléctrica, y me doy cuenta de que es en un lugar mucho peor donde estoy.

La vela terminó de derretirse, y el cable pelado está viboreando en el medio del agua, como una serpiente eléctrica.

Lo que era silencio se rompe con un grito que revienta mis propios tímpanos, y luego de interminables convulsiones, salgo despedido de la bañadera.

Mi cadera choca contra el inodoro, y siento el crack del hueso al astillarse. La sangre riega el piso del baño. Fractura expuesta.

Sigo convulsionando como si tuviera el cable de 220 en el medio del culo, y mis dientes dan contra el marco de la puerta, partiéndose como si fueran de cartón. Pero duelen como si fueran de vidrio.

Pero la electricidad se va, y el alivio empieza a llegar nuevamente. Las drogas son poderosas, y las tomé todas.

Arrastrarme hasta el teléfono con la cadera fracturada es el equivalente a frotar huesos, cartílagos y tendones destrozados contra una puerta: es contra la puerta donde están trabados, pero no me importa. Avanzo y siento como el daño se sigue produciendo.

Llego al aparato justo cuando empieza a sonar nuevamente.

-Mi amor, ¿escuchaste los mensajes?

-Llamá al 911. ¡Ya!-le digo antes de caer desmayado.

Y ruego que esos doctores que lavan panzas, tengan la oportunidad de lavar la mía con éxito.

domingo, 22 de enero de 2012

El Pibe de las Fotocopias

Yo no sé si los abogados estudian para arruinarle la vida a la gente, o si es simplemente una consecuencia no deseada de su imperiosa necesidad de ganar plata. Mucha y todo el tiempo.

El lugar donde trabajo es un agujero de tres por tres, con una ventana a un pozo de aire que merece dicho nombre únicamente en invierno. Estoy rodeado por cuatro fotocopiadoras, toneladas industriales de papel, y por Fernando, un jubilado de setenta y cuatro años que me ayuda en la inmunda tarea de multiplicar los escritos de treinta abogados sedientos de sangre.

Estoy acá varado hace una eternidad. Medida en tiempo humano serían algo así como tres años, pero en la cabeza de cualquier persona sana, superan los veinte. Ya no estoy sano, y todavía no cumplí los veintidós.

Recibo escritos por una ventanita que me deja ver solo las manos de quien me los da. El sistema está preparado para que no haga falta siquiera una palabra. Solo tengo que darme vuelta, y alimentar a las máquinas, que en cuestión de segundos, empiezan a escupir las copias.

Todo eso, por supuesto, en un mundo ideal.

Porque las máquinas son arcaicas, y paso más tiempo arreglándolas que usándolas. Ya me he convertido en un experto, al punto que muchos de los problemas los arreglo dando uno o más golpes en el lugar adecuado. Pero no siempre, y son cuatro máquinas, como ya he dicho.

También desarrollé la habilidad de leer los títulos de los papeles, y a través de una infinita repetición, puedo casi anticipar el resultado de un juicio por cómo vienen los escritos. Y sáber casi con exactitud cómo y cuándo alguien va a ser perjudicado, y nunca son los abogados.

A falta de radio (no está permitida por los jerarcas del estudio), está Fernando. Repite cada acontecimiento de su vida con la fidelidad de las fotocopiadoras que nos rodean. Cada cosa es contada un promedio de tres veces, pero ya no me molesta. Supongo que a todo se acostumbra uno en la vida.

Pero no todo son quejas, y a veces las mejores cosas de la vida llegan sin siquiera pedirlas, como la nueva Xerox K23 que el estudio acaba de comprar.

En cuestión de días el resto de las máquinas pasan a ser casi desocupadas, y cada una de las promesas del fabricante se hacen realidad. La máquina no se rompe, no se traba, saca fotocopias a la velocidad de la luz, y todo sin siquiera un zumbido, y sin despedir calor. Creo que estoy enamorado.

Fernando me repite hasta el cansancio que su presión arterial está mucho más moderada, que está teniendo menos problemas para respirar de noche, y que jamás pensó que las “mierdas que dirigen el estudio”, como a él les gusta decirle, podrían llegar a hacer algo así por nosotros.

Es la primera luz de alarma, pero en mi felicidad, no soy consciente sino hasta después.

El segundo aviso no tarda en llegar, y una mañana, nos encontramos con que tres fotocopiadoras han sido retiradas de nuestro inmundo sótano. Llamo al gerente de administración (al que desprecio más que a un cartucho de tóner vacío), y el tipo se despacha con un “es para que estés más cómodo”.

Todas las alarmas se disparan al mismo tiempo, y a partir de ese instante, sé que el mundo como lo conocía hasta entonces, no durará un día más. El instinto se hace cargo.

Además de la K23, quedó la vieja y querida Pancracia. Hemos recorrido juntos leguas de tinta, y nos conocemos tanto que casi no necesito tocarla para que me responda. Su interior es caliente como la lava. Meter la mano en el lugar equivocado podría ocasionar un daño importante al imbécil que lo hiciera.

Mi grito desgarra la aparente tranquilidad del estudio, y cuando saco la mano, la quemadura excede todos los grados, y pasa derecho a la secundaria.

Salgo del estudio con una toalla empapada, con instrucciones precisas de ir directo al hospital, pero no es allí a donde voy, no señor.

Paso el resto de la tarde con el brazo en un balde de agua, en las oficinas de Xerox, donde alguien que me debe más de un favor me ha puesto enfrente todos los manuales de la K23. Finalmente, encuentro lo que busco, y defino dos cursos de acción, más un tercero de alto voltaje por las dudas. Desconozco a qué velocidad se están moviendo las ruedas del destino, aunque creo que rápido.

El brazo está a punto de caérseme cuando vuelvo al estudio, y la improvisada venda que me hicieron en la farmacia no ayuda en nada a contener el dolor. Voy derecho a mi agujero, y me encuentro con Fernando esperándome.

-Qué suerte que volviste. Me llamó el gerente.

No hay peor pesadilla que la que se vive despierto, y ver cómo el tiempo ha desaparecido me causa una angustia importantísima, la que agradezco porque me hace olvidar por un segundo el dolor del brazo.

-Fernando, haceme un favor. Necesito un Ibuprofeno, el más fuerte que haya. Me duele mucho el brazo. Podés ir a la farmacia a comprarlo, antes de ver al gerente?

Duda. No porque no me quiera hacer el favor, sino porque es un tipo nacido para respetar a la autoridad, y la autoridad lo ha convocado. Al final, accede.

La K23 es una máquina de guerra, y como tal, no es fácil de derrotar. Con tiempo y paciencia todo es posible, pero no tengo ni lo uno ni lo otro. Pero sí determinación, y mucho que perder.

Los planes A y B eran óptimos, porque con habilidad, podrían haber sido ejecutados sin dejar pruebas, pero requerían tiempo, y Fernando estaba a segundos de ser despedido.

El plan C involucró un cartucho de toner abierto, un cable de 220V directo al corazón de la máquina, y dos dotaciones de bomberos. ¿Lo positivo? Ni un forense de CSI podría determinar la causa de muerte de la máquina.

Tres días después, las máquinas que nos habían dejado volvieron, y la gerencia del estudio derivó sus ansias de innovación a otros sectores, de donde sí fue despedida otra gente.

Esto pasó hace once años, y mucha agua ha pasado arriba y abajo del puente. Meses después de aquel incidente, obtuve mi título de abogado, y mi papá se dignó a sacarme de aquel inmundo agujero. La escalada no fue fácil ni agradable, pero ha sido hoy el día en que finalmente se retiró, dejándome esta horda de víboras a cargo. No me asusta. Sé cómo tratarlas.

Y Fernando, Fernando se retira la semana que viene. Ochenta y cinco años son muchos para él, y el estudio (o sea yo), ha decidido compensarlo generosamente. Me ocuparé de que viva tranquilo lo que le reste.

La K29 llega mañana.

jueves, 19 de enero de 2012

Twit Out

Un día, finalmente, se rompió Twitter. Pero bien rompido.

No fue como las veces anteriores, en que todos sabían que los genios de Sillicon Valley (siempre me imagino una teta cuando pienso en esto) habrían de arreglarlo, no. Pasó la barrera de los segundos y con velocidad asombrosa llegó a minutos. Mientras escribo esto, ya son varias las horas desde la debacle.

Las víctimas se cuentan por millones, y sus gritos retumban en leguas de cables que se niegan a trasladar sus palabras. El éter está más libre que nunca, y el wi fi va en camino a ser un concepto vacío para legiones de red socialistas.

La catástrofe no distingue a líderes de seguidores, pero son aquellos que contaban con tres cifras o más de lectores, quienes se aferran a sus pantallas murmurando con frenesí, como si pudieran ser escuchados.

Pero lo que para unos es desesperación, para otros es alivio, y aquellos que pagan la luz contando noticias, empiezan a percatarse de que sus errores podrían volver a pasar desapercibidos, y ensayan tímidas sonrisas.

Aquel cantante que convirtió a Guatemala en guatepeor, y que a diario es vituperado por legiones de avatares que aborrecen la poesía barata, destapa una botella de un aguardiente aún más barata. Y festeja.

Nunca es más oscura la noche que antes del amanecer, y así veo a mi TweetDeck, completamente negro.

Y de golpe, sin decir agua va, aparece una columna de giles, lo que me consta no porque los conozca, sino porque aparecen diciendo giladas.

La sensación es parecida a la de abrir una botella de Coca en verano, pero después de haberla llevado durante un Dakkar entero. Los tuits se disparan más rápido que el gas, y es así que todo vuelve a estar en orden.

¿En orden?