La
angustia por lo soñado no se va al despertar. Si algo, aumenta. Su madre le
prepara un café con leche y él no puede dejar de pensar en la escena vivida el
día anterior, en el colegio.
Pero
hay una diferencia: en el sueño, el humillado es él, y no Domínguez. El
cachetazo que ha hecho volar los anteojos ha sido sobre su cara, y han sido sus
cachetes los que las lágrimas mojaron.
La
plaza de la esquina está llena de chicos, que forman una ronda, y a él le
parece raro, sobre todo a esa hora de la mañana.
-Lindas
zapatillas. Dámelas.
En el
centro del círculo, Domínguez, temblando como una hoja, y con unas All Star
negras que parecen haber sido sacadas de un laboratorio. Frente a Augusto, Gastón,
con una sonrisa que podría servir para publicidad de Disney.
-¿No me
oíste? Sacatelás. Ya.
El
miedo está a la vista, y la masa lo disfruta, pero él siente otra cosa: la
angustia de Domínguez es tan física, que él podría tocarla.
Gastón
se acerca a Domínguez, y él, que lo conoce desde los cinco años, sabe que lo próximo
será un golpe que deje a Domínguez en el suelo.
-Dejalo.
Las
risas se cortan de golpe, y como por arte de magia, otro círculo se forma en
torno a él.
-¿Qué
te pasa?
-Dejalo.
Esto termina acá. Basta.
Gastón
lo supera en altura y fuerza, pero más en habilidad para pelear. Los dos lo
saben.
-Qué, ¿vos
querés las zapatillas?
-No.
Quiero que lo dejemos en paz. Empezando ahora.
Los
tres metros que lo separan de Gastón se reducen en un instante, y ochenta kilos
de gimnasio lo hacen rodar por el asfalto de la plaza. Mientras esquiva un
derechazo, piensa que las plazas deberían ser de pasto.
La
derecha pasó, pero la zurda choca derecho contra su nariz, produciendo una
explosión de sangre. Pero el dolor es bienvenido, porque termina con la
angustia. Su cabeza sale disparada hacia la nariz de Gastón, y ya es imposible
saber de quién es la sangre que empapa la ropa de ambos.
Lo
siguiente es los dos de pie, puños cerrados, y esperando el próximo movimiento
de alguno. El descanso dura algunos segundos, y se rompe con la carcajada de
Gastón.
-Pero
sos pelotudo, eh, mirá que pelearte por una cosa así.
El no
responde, pero sus puños no se aflojan.
-Listo,
si es importante para vos, así queda. Nadie toca al gordito de ahora en más, ¿escucharon?
-Ni al
gordito ni nadie- susurra él, mirando a Gastón.
-Bueh, ¿y
vos vas a saltar por todos?
-Si
hace falta, si.
-No. No
va a hacer falta. Te necesito en la cancha.
Eso
termina con todo, y el apuro por entrar al colegio disuelve la masa. Alguien le
alcanza un pañuelo, es Domínguez.
-Gracias…
Gustavo.
-Gerardo-
dice Domínguez casi con vergüenza.
El
vuelve a su casa a las cuatro, después de pensar cuidadosamente qué excusa le
dará a su madre para explicar la ropa ensangrentada. Su padre se reirá, pero su
mamá se angustia, y la sola palabra lo pone inquieto.
A la
misma hora en que él le esta contando a su mamá la diferencia que tuvo con Gastón,
Domínguez se encierra en la habitación de sus padres, y abre su mochila.
Con mucho
cuidado, saca una toalla verde del interior, y la apoya sobre la cama de sus
padres. Casi con reverencia, desenvuelve la pistola, y la guarda en la caja
fuerte.
Nunca más
la tuvo en sus manos.